Como obra de tinieblas, no exige en general
que los hombres se sepan expresamente marxistas; le basta con que su mentalidad
no sea un obstáculo, que sirva a la praxis
marxista, que es lo único que, aún teóricamente, cuenta. Es decir, que resulte
cómoda arcilla para la edificación de la Ciudad futura de la técnica y el materialismo.
El "homo democraticus". TELAM. |
por Rafael Gambra
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Es tan antigua como
el mundo –lo hemos visto- la idea de que
el conocimiento, tanto el de los sentidos como el intelectual, se realiza en el
seno de una luz o de un medio que lo
hace posible. En el Génesis, el Espíritu de Dios, que se movía sobre las aguas
informes, creó la luz en el primer día, antes de crear el Sol y los cuerpos
celestes que no alumbraron hasta el cuarto día. Se ha interpretado que esa
primigenia luz era el medio en el cual sería posible la claridad del conocer:
la luz física para ver, la luz inteligible para entender. Sería también el
momento en que el Caos –la superficie informe y vacía, las tinieblas que cubrían
la profundidad del abismo- se convierten en Cosmos, mundo de límites, de luz y
de inteligibilidad.
Platón, en el mito
de la Caverna
(Rep. VII), hace brotar de la suprema Idea de Bien “la luz y la inteligencia”.
Y Aristóteles supone que la intelección (el acto de comprender
intelectualmente) se opera a través del entendimiento agente (nous poietikós), al que imagina como una
luz que penetra las cosas sensibles iluminando su esencia o el universal que
está en ellas, al modo como la visión sensible requiere de la luz física como
medio en que se produce, y la audición del aire o atmósfera.
La gran corriente
de filosofía cristiana que parte de San Agustín y recorre las edades cristianas
hasta Malebranche, supone que cuando entendemos, vemos las cosas en Dios, en
quien residen en su esencia como ideas arquetípicas o ejemplares. Él es quien
ilumina al espíritu que pretende conocer, que aspira a la verdad. El
entendimiento aparece así como un quid
divinum, y la contemplación intelectual como la obra del “verbo divino
iluminando con su venida a todos los hombres” de que nos habla San Juan.
Recordemos el prólogo a su Evangelio: “En el Verbo estaba la Vida / y la Vida era la luz de los
hombres / y esta luz resplandece en las tinieblas… El Verbo era la luz
verdadera que alumbra todo hombre / que viene a este mundo”.
En la vida de los
pueblos y civilizaciones se da también una como iluminación superior que
procede siempre de una común emoción religiosa. Es ella la que les otorga la
misión y la personalidad colectiva con que irrumpen en la trama de la Historia. En esa luz de la fe
las civilizaciones alcanzan una visión en cierto modo sobrenaturalizada de las
cosas, de sus relaciones, de sus designios. En el seno de ésta que fue
civilización cristiana, el mundo y la vida fue para sus hombres como una cierta
teofanía y un camino hacia el más allá. El lenguaje común lo delata aún en
nuestros días: a un “si Dios quiere”
condicionamos nuestro mañana; adiós
decimos por despedida; Dios guarde,
como saludo; Dios te lo pague, como
gratitud; Dios le ampare, como excusa
a la limosna; Dios lo quiera, como
deseo; Dios no lo permita, como
temor; en nombre de Dios, juramos, como en Dios, bendecimos; por gracia de Dios reinan los reyes; con un descanse en paz (de Dios), dejamos a los
muertos; hasta con el nombre de Dios
se rebela contra su suerte el blasfemo… Podría afirmarse que en esa
civilización la fe se situaba entre el hombre y las cosas como luz y como
elevación –como gracia-, sostenida siempre por el lenguaje y las costumbres.
De modo similar,
cabe afirmar para grandes sectores del mundo actual que entre la mente de los
hombres y las cosas se interpone la cosmovisión marxista y su lenguaje. Estamos
asistiendo a una difusión de la mentalidad marxista entre las nuevas
generaciones comparable en su rapidez a la extensión del cristianismo en la Europa occidental durante
los siglos alto-medievales (V al VIII). En el logro de este espectacular
resultado el marxismo no ha dirigido su propaganda de modo predominante a la
persuasión de las mentes por vía intelectual. Su objetivo han sido estratos más
profundos de la vida psíquica: el subconsciente, la emotividad, la oscura
formación de reflejos y su condicionamiento. Es en estas esferas, y a través
sobre todo de los sistemas de educación, cómo se logran las adhesiones más
ciegas y las actitudes más decididas.
Hay, sin embargo,
un objetivo aún más ambicioso o radical en la obra de marxistización de las
mentes y del ambiente humano, objetivo no siempre visto ni destacado. Para éste
no se sirve ya el marxismo de técnicas psicológicas como el psicoanálisis o el
condicionamiento de reflejos, sino que imita a las religiones y a los profetas,
en cierto modo al mismo Dios como creador de aquella luz o medio en el que se da la visión y la inteligencia. La formación de
este medio interpuesto entre las
mentes y las cosas se alcanza sobre todo a través del lenguaje, de la mutación
semántica que hemos ampliamente ejemplificado, y de la remitificación de las
palabras. Por este camino se ha llegado a crear un medio –más que luz diríamos
tinieblas- para el conocimiento y la reactividad media de los humanos, por cuya
virtud no pueden éstos dejar de ser –conciente o inconscientemente marxistas, o
al menos de servir a su mundo.
Como obra de
tinieblas, no exige en general que los hombres se sepan expresamente marxistas;
le basta con que su mentalidad no sea un obstáculo, que sirva a la praxis marxista, que es lo único que,
aún teóricamente, cuenta. Es decir, que resulte cómoda arcilla para la
edificación de la Ciudad
futura de la técnica y el materialismo. Nada más útil para este fin de
condicionar (o mediatizar) que la mentalidad democrática, por ser el más
perfecto disolvente de las convicciones y del sentido de responsabilidad
personal. Cuando se logra penetrar de democracia liberal hasta las
profundidades psicológicas y anublar así la luz del conocimiento, todo juicio
se convierte en opinión, en igualdad de status
con los demás, y todo énfasis afirmativo
se hace extraño y recusable.
Se profesa entonces
públicamente la religión de la
Humanidad , cuyos ideales únicos serán el progreso y el
bienestar temporales. La
Iglesia de esa religión humanista será la ONU , encargada de servir a la comprensión universal, para cuyo
designio habrá que desarraigar universalmente la profesión auténtica de
cualquier creencia o convicción, consideradas como prejuicios y origen de
discriminación.
La coronación de
este empeño habrá sido el convertir a la propia Iglesia Católica en cooperadora
del ideal democrático para los países históricamente católicos.
Se obtiene así un
tipo de hombre, casi programado en los laboratorios de la comprensión universal
–el homo democraticus-, que podría
describirse con estas características:
-
Habla el lenguaje trasmutado.
-
Carece del sentido de lo propio y es ciego al valor de la
continuidad.
-
Su meta es el desarrollo y el confort personales, incluido algún placer u hobby.
-
“Pasa” de todo lo demás, a lo que considera opiniones,
prejuicios, fijaciones.
-
Considera a la vida como una “realización” de sí mismo o una
liberación de sus impulsos.
-
Posee una vaga conciencia de oprimido por culpa de ellos (ils) que son, por mitades, los que
mandan y los grandes plutócratas internacionales.
-
Muestra un conformismo ilimitado ante los hechos consumados,
considerándolos irreversibles.
-
Se rebela contra todo lo que le afecte económicamente o en
sus derechos, pero siempre gregariamente, bajo consignas y sin riesgos.
-
Ve todo pasado como siniestro, el presente como oportunidad
y el futuro como un “reto de la
Historia ”.
-
Cree que la paz es un valor absoluto y la guerra su
contravalor.
-
Entiende la religión como filantropía o, en otro caso, como
despotismo del clero.
-
Se nutre mentalmente de la televisión y del deporte.
-
Juzga toda desigualdad como “discriminación”, y toda
discriminación como opresión de los “poderosos”.
-
Repudia la violencia, “venga de donde viniere”. Se muestra,
sin embargo, celoso guardián de sus derechos, que siempre considera mermados.
-
Adopta como criterio situarse en un punto medio dentro del
“espectro” de opiniones u “opciones” que le brindan los mass media.
-
Se cree cualitativamente joven,
establece una complicidad mediante el tuteo con los de su generación, y hace de
esa juventud una patente de corso o un arma.
-
Viaja mucho y a la mayor velocidad posible. Nunca se encuentra
a gusto donde está en su tiempo libre.
-
Se hace un problema del empleo del ocio y muy rara vez se
pregunta por el sentido de las cosas.
Este
tipo de hombre no está localizado, carece de patria y de tiempo: es universal
en su extrema uniformidad. Y aunque en sí indefinidamente maleable y partidario
del cambio y de la revolución permanente, no evoluciona en sí mismo ni posee
objetivo para transformarse o resistir. Como el animal, repetirá eternamente la
melodía vital de su especie.
La
principal característica del medio en que ese hombre vive es la inexistencia en
él de unas nociones de bien o de verdad absolutas que otorguen criterio para
los designios y jerarquía a los valores. Por ello mismo se tratará de un
universo sin sentido. Aunque el calificativo más usado por ese hombre sea el de
“positivo” (en sustitución de verdadero y de bueno), resulta curioso observar
que todos los “altos conceptos” que maneja en sus alocuciones sean, en su
fondo, negativos.
Paz quiere decir, en su mentalidad, ausencia de
guerra; justicia significa igualdad,
es decir, negación de toda diferencia; bienestar
es símbolo de confort, ausencia de obstáculos o penurias vitales; desarrollo supone superación de
limitaciones económicas; democracia,
la eliminación de principios absolutos o trascendentes; libertad, ausencia de contrición. Sus virtudes –la comprensión universal y la tolerancia-
significan la eliminación social de las convicciones y las certezas.
Estos
“altos conceptos” son, además, teleológimante intercambiables. Es decir, que
todos pueden ordenarse a todos y ninguno prima sobre los demás. Lo mismo puede
decirse que la justicia tiene como objeto la paz, que sostener que la paz es la
base de la justicia; que la democracia sirve al desarrollo, o que el desarrollo
conduce a la democracia; que la tolerancia engendra la libertad, o que la
libertad es el camino de la tolerancia; que el progreso es la paz, o que “el
desarrollo es el nuevo nombre de la paz”, etcétera.
En
última instancia, se dirá igualmente que la sociedad democrática sirve al
Hombre como que el hombre sirve a la sociedad democrática.
Este
universo sin finalidad ni sentido provocó el reproche que Saint-Exupéry dirigió
al socialismo: “No os condeno por favorecer lo utilitario, sino por tomarlo
como fin. Porque, ciertamente, son necesarias las cocinas del palacio, pero a
fin de cuentas es el palacio lo que vale y las cocinas deben servirlo. Os
conjuro a que me digáis qué es lo importante de vuestra obra. Y permaneceréis
mudos ante mí. O me diréis: respondemos a las necesidades de los hombres; los
albergamos. Sí, os diré: como se responde a las necesidades del ganado, al que
se instala en el establo, sobre su paja”.
Por
supuesto, este marasmo “humanista” de nociones interrelacionables entraña la
negación de cualquier fin absoluto, de una noción trascendente. El hombre se
sirve a sí mismo, y toda afirmación de algo propio, profesado o servido, que
excede de ese tejido de
condicionamientos utilitarios será recibida como sospechosa. El ablandamiento y
la maleabilidad de las palabras conlleva el de los conceptos y el de las almas.
La cosmovisión resultante expulsa de sí cualquier noción de entrega, de fervor,
de heroísmo, el “ansia altiva de los grandes hechos”. Cuando los Estados
democráticos han de hacer frente a un ataque militar del exterior recurren
vilmente a una no completa asimilación de su teoría por parte de su población.
Ya que tal teoría jamás consentiría la lucha ni el riesgo de la vida por un
imperativo de la Patria
o del Honor.
Retorna
a nuestra memoria la fábula que sobre la sociedad democrático-tecnológica
escribió René Barjavel en su novela Le
Diable l´emporte: al igual que en París se guarda el prototipo del metro
como unidad de medida, así la civilización de la ONU conservará un paradigma –científicamente
inmortalizado- del hombre civilizado: un bello mancebo de plácida mirada,
cómodamente sentado, que repetirá con voz dulcísimo ante los visitantes del
museo lo esencial de su pensamiento: Je
suis heureux, Je suis heureux, Je suis heureux… *
Se ha comparado
también esta cosmovisión que nace de la manipulación semántica con el castigo
bíblico de la Torre
de Babel al que aludimos en el comienzo de estas páginas.
En
aquel castigo el lenguaje se trocó en lenguas múltiples y los hombres no se
entendían. En la presente hora de la democracia y el socialismo las lenguas
todas, sometidas a un mismo proceso de trasmutación, se reducen a una sola,
insignificativa o engañosa. Y los hombres no se entienden porque nada pueden ya
ver ni entender en las tinieblas que se van extendiendo sobre la tierra. La Confusión de hoy no
multiplica las hablas ni disemina a los hombres por el mundo, sino que más bien
contrae todas las lenguas a una sola y concentra a los hombres en núcleos
masivos para la edificación de una Torre impía e inacabable: la re-creación del
hombre mismo y de su mundo por la praxis materialista.
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