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lunes, marzo 14

Rosas, el nacionalista.


1877 - 14 de marzo - 2011

A 134 años de la muerte de Don Juan Manuel de Rosas.




Algunos de sus detractores suponen que debió vivir sus últimos años atormentado por los remordimientos que debieron causarle las tremendas responsabilidades que asumió. Pero es porque olvidan que ellas le fueron impuestas, y no buscadas por él. Otros de sus contemporáneos, como Cavour o Bismark, se hallaron en casos peores: el primero no tuvo tiempo de sufrir remordimientos, porque murió apenas logrado el éxito, pero estuvo a punto de suicidarse, cuando no lograba que Austria le declarase la guerra; el segundo, sí –según su propio testimonio-, pues perdía el sueño al recordar que con sus procedimientos arteros había mandado centenares de miles de jóvenes a la muerte.


por Julio Irazusta


Hace cien años [1877-1977] moría en Southampton, Inglaterra, don Juan Manuel de Rosas, derrocado un cuarto de siglo antes, luego de una larga dictadura, más corta sin embargo que su prolongado destierro en el extranjero. Este primer hecho que salta a la vista, en el momento de recordar un centenario que sin duda será tan controvertido como todo lo que se refiere al personaje, es un primer indicio acerca del hombre. Raros son los gobernantes  depuestos del más alto rango temporal que hayan sobrevivido tan largo tiempo a la pérdida del poder, con sus tremendas dificultades y sus indudables granjerías. Entre sus contemporáneos, Luis Felipe –su adversario- y Napoleón II –su imitador- no soportaron más de dos años la pérdida de sus coronas. Cierto, ambos murieron septuagenarios, y alguno de los dos, como Napoleón el Pequeño, bastante enfermo desde antes de su caída. Pero el gran Napoleón cayó joven, a los 46 años; y si tuvo desde temprano una enfermedad al hígado, mucho más grave fue la repugnancia por la especie humana que le causaron dos abdicaciones.


¡Qué diferencia con la actitud de Rosas en circunstancias similares! En vez del odio y la execración a sus vencedores, a sus parientes, a sus más fieles seguidores y al mundo entero, demostró una benevolencia pocas veces vista en un vencido, respecto de quienes le habían sucedido en el poder. Constante preocupación por la suerte de la humanidad, por la necesidad de organizar una sociedad de naciones. Utopía. Sin duda. Pero cuán superior esa actitud a la del gran corso, dedicado exclusivamente, durante los seis años de prisión en Santa Elena, a transformar el sentido de su experiencia, a sublimar su figura de Dios de la guerra en el arcángel de la paz, a persuadir –como lo pudo- que el mayor déspota de todos los tiempos merecía ser el paradigma de la libertad.


Pero en esta oportunidad, más que esos fuegos turnantes de la opinión acerca de los personajes históricos, nos interesa apreciar la obra positiva del que nos ocupa en este momento. Ella fue, según consenso casi universal de panegiristas y detractores, la unidad del país. Tal resultado pudo ser el fruto de la resistencia obstinada opuesta a las agresiones externas e internas –por lo general combinadas unas con otras-, por un hombre dotado del más elemental sentido de responsabilidad para conservar intacta la carga que un pueblo le había confiado. Pero en Rosas hubo algo más que ese empirismo del gobernante más mediocre.


Desde muy temprano, al verse enredado en los compromisos de la política, mostró un sentido del Estado, rarísimo entre sus contemporáneos, y más aún en sus próximos y remotos sucesores. La carta del 10 de agosto de 1831 a Vicente González, sobre las facultades extraordinarias, revela neta superioridad, en la materia específica a que se refiere, sobre los pseudointelectuales de la época, ahítos de ideología y racionalismo.


Pero más valioso que eso fue la temprana comprensión de los intereses fundamentales de la nación en el concierto del mundo. En el arreo de las vacas a Santa Fe para compensar la provincia hermana las pérdidas que le habían ocasionado los atracos de los directorales, el joven Rosas asiste a las negociaciones de Estanislao López con los representantes del Cabildo de Montevideo, que pedía ayuda argentina para sacudirse el yugo portugués. Su comprensión del problema es inmediata. Desde entonces se ocupa en preparar la liberación de la Banda Oriental, ayudando a los patriotas uruguayos que, pese a las negativas de los rivadavianos y a las vacilaciones del caudillo santafesino, preparan la insurrección que había de estallar triunfante en 1825 con los famosos 33 Orientales.


No se ha investigado debidamente cómo encaraba la clase dirigente rioplatense, que había tendido fija la mirada en la frontera del Atlántico, que había recuperado varias veces la Colonia del Sacramento –para perderla otras tantas por culpa de la Corona-, que arrancó a ésta la fundación del virreinato, las renuncias de los porteños netos a los territorios de las provincias que no se les sometían incondicionalmente. Pero es de suponer que no toda esa clase que había acaudillado la revolución por el gobierno propio y la independencia estaba conforme con las desmembraciones territoriales. La abdicación entre Bolívar en el Alto Perú después de Ayacucho había dejado estupefacto al propio Libertador del Norte. La renuncia a la Banda Oriental amenazaba repetir los garrafales errores de los comisionados Alvear y Díaz Vélez en el Altiplano. Las voluntades particulares, en el caso de los 33 Orientales, se impusieron a la apatía de los poderes públicos y provocaron la guerra con el Brasil, que por lo menos evitó la incorporación de lo que los portugueses llamaban provincia cisplatina al flamante imperio fundado en Río de Janeiro.


La amistad que Rosas trabó con Lavalleja desde aquella época fue entrañable, y no habrá ejercido poca influencia en la que luego de varias dificultades había de ligarlo con Manuel Oribe. Aunque en ninguno de los dos casos, el caudillo porteño dejó que sus sentimientos personales se sobrepusieran a las exigencias de sus deberes públicos. En los conflictos iniciales del Estado oriental, no influyó a favor de don Juan Antonio en contra de Rivera. Al producirse la ruptura entre Rivera y Oribe en 1837 tampoco se dejó guiar por sus inclinaciones personales en favor de uno u otro de los dos rivales. Pero al intervenir Francia en el Uruguay, para asegurarse una base contra Rosas en su conflicto de 1838, el encargado de la Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina reconoció a Oribe, derrocado por los marinos galos, como presidente legal del Uruguay. Se interponen esta vez, no únicamente los franceses, sino también los ingleses. La acción de la fuerza argentina no era consentida por las potencias marítimas europeas. Rosas hace caso omiso de la intimación que le formulan los agentes anglofranceses. Y el conflicto se encamina a la intervención anglo-francesa conjunta contra la República Argentina. Esa intervención no había sido resistida por ningún Estado en ninguna parte del mundo. Ocurrió aquí lo único, lo insólito. Las fuerzas anglo-francesas que se repartieron el globo en el siglo XIX, y crearon dos de los mayores imperios  conocidos, fracasaron ante Rosas.


Vencedores argentinos y orientales en Arroyo grande, en 1842, pasaron al Uruguay, contra la voluntad europea; y desde entonces Oribe se reinstaló en su presidencia legal, al frente del ejército oriental, auxiliado por 10 mil soldados argentinos. Imposible seguir en poco espacio las negociaciones de los Estados rioplatenses con los poderes europeos, con el afán de éstos porque dichos auxiliares argentinos se retirasen de la Banda Oriental. Nada lograron, hasta el pronunciamiento de Urquiza. Y el hecho singular que caracteriza el gobierno de Rosas, es que durante diez años el caudillo mantuvo 10 mil hombres armados en la Banda Oriental para amparar los intereses argentinos y uruguayos, contra las pretensiones brasileñas o europeas, o contra ambas combinadas. Ningún otro gobernante argentino hizo semejante demostración de fuerza, para negociar al mejor estilo diplomático, en la medida de las armas que se dispone. Si a ello se agrega que la ayuda se prestó con una generosidad incomparable, sin compensación alguna, sin el menor compromiso de reciprocidad para el que la recibía, el cuadro quedará completo.


Sin duda, la agresión exterior es el mejor aglutinante para un país en trance de unificación nacional. Pero Rosas agregó a ese factor que debió enfrentar, luego de hacer lo imposible por evitarlo, una habilidad política que ya había mostrado desde el comienzo de su carrera en el manejo del partido que le tocó acaudillar, y de la empresa que le permitió crear la Confederación Argentina. La recomposición del poder central, por medio de precedentes consentidos por las provincias, es una obra maestra práctica. La letra de los decretos por los cuales recreó las facultades de un Poder Ejecutivo nacional, deshecho en la guerra civil se puede rastrear en la constitución de 1853.


Algunos de sus detractores suponen que debió vivir sus últimos años atormentado por los remordimientos que debieron causarle las tremendas responsabilidades que asumió. Pero es porque olvidan que ellas le fueron impuestas, y no buscadas por él. Otros de sus contemporáneos, como Cavour o Bismark, se hallaron en casos peores: el primero no tuvo tiempo de sufrir remordimientos, porque murió apenas logrado el éxito, pero estuvo a punto de suicidarse, cuando no lograba que Austria le declarase la guerra; el segundo, sí –según su propio testimonio-, pues perdía el sueño al recordar que con sus procedimientos arteros había mandado centenares de miles de jóvenes a la muerte.


Su tranquilidad de espíritu en la vejez queda explicada en la entrevista con los Quesada, padre e hijo, en 1873. Esa visión de sí mismo como un condenado a galeras, que el anciano Dictador les dio a los dos porteños adversarios suyos, será siempre aceptable para todo investigador que haya compulsado en los repositorios documentales del país la masa de papeles manuscritos que Rosas dejó en los archivos públicos, como prueba de que ningún otro primer mandatario dedicó tanto de su tiempo como él al examen de los asuntos que le tocó dirigir.


El Estado argentino está aún en deuda con el gobernante que desarrolló esa extraordinaria labor. La derogación de la ley que lo había condenado como traidor y ladrón, no basta. Todavía no se ha producido un hecho equivalente al que produjo Luis XVIII a poco de restaurarse en el trono, cuando ordenó a uno de sus ministros, el señor De Serre, declarar en el Parlamento que la convención que había decretado la muerte de su hermano había salvado a la nación en Valmy. El Combate de Obligado y el rechazo de la intervención anglo-francesa conjunta no desmerecen en nada, en comparación con aquel hecho que Goethe dijo trascendente en la historia universal, la noche en que ocurrió. Ningún otro país del mundo aceptó con éxito semejante desafío. El país ganaría mucho agradeciéndoselo a quien tuvo la osadía de tomar aquella decisión. ¿Podría volver a encontrar el camino de las grandes empresas, que no se halla tanto en lo materia como en lo espiritual y, en política, en la voluntad esclarecida? Cuando en 1916 Zeballos dijo en el Congreso que al resistir la intervención anglofrancesa toda la fuerza del país residía en la voluntad, no ignoraba la fuerza  argentina de entonces. Quiso decir que la mayor fuerza mundial, mal manejada, nada significa, pero que, en cambio, bien manejada, puede aspirar a lo más alto.



* Irazusta, Julio. De la epopeya emancipadora a la pequeña Argentina. Buenos Aires, Dictio, 1979.


*** Irazusta, Julio: Rosas, el nacionalista. En Revista del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Nº 56, septiembre – julio de 1999, pp. 8-11.

domingo, marzo 6

Regresamos. Dios nos asista.




Llego hasta Ti, huyendo de mí mismo,
a buscarle un refugio a mi esperanza.
Y me entrego, del todo, a cuanto quiera,
tu voluntad que por ser tuya es santa.

Y tal como si fuera un ave en vuelo
que renuncia al gobierno de sus alas
y las abre en extenso a las corrientes,
dispuesto a navegar por donde vayan.

Yo me entrego, Señor, a tus designios:
de par en par abro ante ti mis ansias,
y las dejo que marchen impelidas
por el soplo de amor que de Ti emana.

He llegado hasta Ti, y en Ti me quedo,
¡Ponme a prueba y verás que en mí tú mandas!

Rómulo D. Carbia.

La Bandera de Facundo: “Religión o Muerte”. Primera parte.




por el Prof. Jorge María Ramallo



Religión o muerte – Vidalitá
dice tu pendón,
tú robas y matas – Vidalitá
es tu religión.

Vidalita de José Patricio del Moral (1829)
(Recopilada por Olga Fernández Latour)



1. La reforma eclesiástica en Buenos Aires.


¿Responde la letra de la vidalita que nos sirve de epígrafe a la realidad histórica? ¿O fue dictada solamente por la pasión política? ¿Levantó Facundo Quiroga esta bandera con sinceridad, con fanatismo religioso, o falsamente, demagógicamente, para explotar un sentimiento subyacente en las masas campesinas?


Ya el 19 de agosto de 1822, un distinguido comprovinciano de Quiroga, el Pbro. Pedro Ignacio de Castro Barros, le escribía desde Córdoba, diciéndole:


“Mi muy amado paisano y amigo: le tengo escritas varias cartas, que ignoro hayan llegado a sus manos. Ésta le repito entre mil ocupaciones sólo por acreditarle, que no lo olvido, y darle muchas enhorabuenas por las generosas acciones, con que Ud. honra nuestra religión y nuestra Patria, […]. Viva cierto, que todos los sensatos y buenos patriotas aplauden su conducta y lo colman de elogios. Yo al saber que a Ud. Se le debe exclusivamente toda la paz, que al presente disfruta nuestro pueblo con toda su jurisdicción y al oír los nuevos sacrificios que hace, no puedo menos que tributarle las cordiales gracias y enhorabuenas.”


Y más adelante le agregaba:


“El gobierno de Buenos Aires, o más bien el Secretario Rivadavia se empeña en arruinar el estado Eclesiástico y nuestra Santa Religión y yo estoy dispuesto a morir en esta defensa. Espero, que Ud. haga lo mismo porque de lo contrario todo lo perderemos. Primero es Dios que todo lo demás […] 1.”


En efecto, como es sabido, cuando todavía no se había disipado el recuerdo de las tropelías de Juan José Castelli en el Alto Perú 2, el 21 de diciembre de 1822 –a instancias de Bernardino Rivadavia, ministro de Gobierno de Martín Rodríguez-, fue sancionada en la Provincia de Buenos Aires la ley de Reforma general del orden eclesiástico, por la que se lesionó seriamente la situación de la Iglesia Católica en el Río de la Plata. Esto levantó un sinnúmero de protestas, no sólo en Buenos Aires, sino también en el interior del país. De acuerdo con los términos de esta ley, todos los conventos de varones debieron cerrar sus puertas, menos el Concento Grande de San Francisco. Al respecto, comenta el padre Américo A. Tonda.:


“Toda la reforma rivadaviana descansa sobre estos dos pilares: el regalismo y el jansenismo. En nombre del primero el Estado se arroga el derecho de meter su hoz en el campo de la Iglesia por la sola razón de que los Conventos influyen en la moral pública. En virtud del segundo, se prescinde de la aquiescencia del Romano pontífice, a cuya autoridad están directamente sujetos los Regulares” 3.


Los religiosos de las diversas congregaciones establecidas en Buenos Aires –bethlemitas, dominicos, mercedarios y recoletos- se pronunciaron categóricamente contra el gobierno, sobresaliendo entre ellos las voces del padre Francisco de Paula Castañeda y de fray Cayetano Rodríguez. Sin embargo, algunos sacerdotes del clero secular, como Mariano Zavaleta, Gregorio Funes y Valentín Gómez, adhirieron a la reforma.


Como queda dicho, fueron los regulares los principales afectados y quienes sufrieron la persecución del gobierno. A ellos se refería varios años después el padre Castro Barros, con estas palabras.


“la persecución contra estas santas instituciones es una alarma contra la misma Iglesia. Así es que si se registra la historia eclesiástica se encontrará que las innumerables persecuciones que ha sufrido la Iglesia desde que aparecieron los regulares, han sido éstos el primero o uno de los primeros objetos del odio y del encono de los furibundos enemigos de la religión católica. Los herejes contra los monjes, los mahometanos contra los monjes, cuantos diablos han salido, contra los monjes. “4

Regreso de la Revista Cabildo.


Imperdible.


La hija del Che Guevara desfilará en el carnaval del Río.




Participará del desfile de una escola do samba cuyo tema será Cuba

Viernes 04 de marzo de 2011 | 12:57 (actualizado hace 2 días)


FLORIANOPOLIS (DPA).- Una de las hijas del líder guerrillero Ernesto Che Guevara, Aleida, intervendrá mañana en la presentación de una escola do samba del carnaval brasileño, cuyo desfile tendrá a Cuba como tema.

Aleida Guevara desembarcó hoy en la ciudad meridional de Florianópolis para intervenir en la presentación del gremio carnavalesco "Unidos da Ilha da Magia", a bordo de una carroza alegórica en forma de tanque, que representará la Revolución Cubana, en la que el Che Guevara tuvo una participación destacada.

El presidente de "Unidos da Ilha da Magia", Valmir Braz de Souza, dijo al portal brasileño G1 que la participación de la pediatra de 50 años de edad empezó a ser negociada hace un año, y se concretó con la ayuda de la embajada de Cuba en Brasilia.

El dirigente agregó que Aleida Guevara aprobó la canción-tema del desfile, dedicada no sólo a la Revolución Cubana, sino también a la historia y a las tradiciones culturales de la isla.

Además de participar en el desfile, Aleida Guevara ofrecerá una conferencia el 8 de marzo, con ocasión de los festejos del Día Internacional de la Mujer.

Comentario: El 2011 nos trae un nuevo "Che": el "Che do samba". Y continúa siendo el último grito de la moda burguesa.


Gran Hermano y las elecciones.