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domingo, julio 28

El Clericalismo invertido.

Capítulo 11. Un Clericalismo invertido.

"El mismo clero que hace ostentación de su desprecio por la sotana, por el latín, por el celibato, por todo lo tradicional, el mismo clero que afirma que el sacerdocio debe ser secularizado y transformado en una especie de padre de familia que fracciona el pan entre los suyos, es el mismo clero que utiliza su condición sacerdotal para someter por coacción moral a los fieles, obligándolos a aceptar por vía de autoridad espiritual sus aberrantes tesis. "



 Por el Prof. Carlos A. Sacheri ***

Luego de haber señalado en sus líneas fundamentales la estructura y ramificaciones de la Iglesia Clandestina en el plano internacional y a modo de preludio de las consideraciones subsiguientes respecto de su proyección en la realidad hispanoamericana y argentina, conviene puntualizar un aspecto esencial a la metodología de la subversión progresista: el clericalismo.

En el sentido generalmente aceptado, el clericalismo es el abuso de poder ejercido por los clérigos. El sacerdocio, en cuanto ministerio divino supone el ejercicio de cierta autoridad. Siendo de suyo una actividad sobrenatural –ministerium salutis- la autoridad que compete al sacerdote es de índole espiritual, i.e., el gobierno de las almas, que llaga hasta la intimidad de los corazones y escruta las conciencias. Ministerio delicadísimo que debe estar como anclado en la vida de la gracia para superar la permanente tentación del naturalismo. Cuando el clero cede en su fervor, tiende a secularizar el sentido de su misión divina de dos modos fundamentales. En primer lugar confunde lo que es atributo propio de su función de servicio a la comunidad cristiana con sus propias cualidades personales, de manera tal que lo que es propio del cargo o estado es ejercido en provecho propio como si se tratara de un bien particular. En segundo lugar, aquella autoridad que le es asignada sobre los fieles para orientarlos hacia su destino eterno, se degrada en mera voluntad de dominio temporal. Como toda actitud originada en el orgullo, esta desvirtuación del ministerio sacerdotal es fuente de conflictos, de escándalos y aún de cismas, máxime cuando la arbitrariedad se disimula con motivos nobles y elevados principios. Corruptio optimi pessima. Pocas cosas resultan menos tolerables, por lo general, que el abuso de la función eclesiástica… Una vez desvirtuado el ministerio en su espíritu, su ejercicio tiende a borrar la sabia distinción entre el orden espiritual y el orden temporal; el abuso de poder reside no sólo en corromper la esencia sobrenatural de la misión, sino también en invadir un orden de actividades que exceden su competencia específica. La historia de la Iglesia nos presenta numerosos testimonios de tales deformaciones de la función clerical.

La tentación del clericalismo ha existido siempre y seguirá existiendo mientras haya sacerdotes, así como la posibilidad del adulterio acompañará siempre al matrimonio mientras este exista. Por lo tanto, el clericalismo no es de ayer ni de hoy, pero existió ayer y existe hoy, aun cuando sus modalidades respectivas hayan sufrido una profunda transformación. En efecto, el clericalismo tal cual se lo ha conocido en el pasado, consistió en abusar de la autoridad para defender una situación, un orden de cosas que favorecía –o al menos, aparentaba favorecer- al mantenimiento o al progreso de los valores religiosos. Tal orden de cosas coincidía frecuentemente con el éxito, la prosperidad material, la comodidad o, al menos, la tranquilidad del clérigo abusador. En la medida misma en que los ministros religiosos buscaban el mantenimiento de las creencias y de las costumbres cristianas, el fin resultaba legítimo; lo aberrante era el medio utilizado, pues el abuso del poder espiritual va siempre acompañado de graves males. Los malos medios pueden corromper el mejor de los fines; de ahí que el apóstol S. Pablo haya condenado insistentemente el hacer el mal para que de él resulte un bien. Basten dos ejemplos para ilustrar esta modalidad del clericalismo. El primero es el del sacerdote que acumula bienes materiales y se apega a ellos, so pretexto de que ciertos bienes son indispensables para poder desarrollar algunas tareas de apostolado; en la medida en que se apega a tales riquezas, desvirtúa su misión y termina utilizando para su propia comodidad lo que le ha sido asignado para su ministerio. En segundo lugar, con frecuencia se ha visto a clérigos que, conscientes de la necesidad de contar con responsables laicos en el orden temporal, han propiciado por medios muy poco justificables la candidatura de aquellos que a sus ojos revestían cualidades de integridad, de formación o de docilidad.

El clericalismo actual difiere sensiblemente del antes descripto. Acostumbrados a las críticas acerbas que el progresismo neomodernista ha dirigido contra lo que más o menos arbitrariamente ha calificado de “triunfalismo”, de “constantinismo”, de “amalgama político-religiosa”, etc., los católicos no descubren fácilmente la esencia del clericalismo modernista que se oculta bajo la severa actitud de los nuevos fiscales de la historia eclesiástica. Sin embargo, el clericalismo subsiste en su afán de dominio. Su diferencia esencial con el pasado consiste en que mientras el clericalismo “clásico” abusaba de sus atributos para el sostenimiento de la fe, el clericalismo “progresista” abusa de su autoridad para propiciar un orden de cosas contrario a la fe  y a la moral cristianas. Para comprender  esta transformación debe recordarse lo expuesto anteriormente en los puntos 4) y 5) de este trabajo. El progresismo neomodernista fomenta un “complejo de culpabilidad” en los católicos, complejo por el cual todo lo que no marcha bien en el mundo es culpa de la Iglesia. Esta falta de fe en la verdad cristiana y en su eficacia intrínseca, hace del clérigo progresista un adorador de la filosofía moderna y de todo pensamiento o acción que se presenten con aires de novedad, de actualidad. En aras de un aggiornamiento mal entendido, sacrifican todo el inmenso tesoro de doctrina y prácticas que la Iglesia ha ido reuniendo y decantando a lo largo de veinte siglos. El Cardenal Daniélu ha calificado de “complejo de antitriunfalismo”, esta actitud de dimisión: “Desde luego, tenemos que reconocer nuestras faltas. Nos honra el que no practiquemos la autojustificación Pero esas faltas consisten no en ser cristianos sino en no serlo suficientemente. Pues bien, se pretende hacer culpable al cristianismo como tal; actualmente vemos con harta frecuencia cristianos que sienten como una especia de culpabilidad por el hecho de serlo. No se atreven a hablar de Dios, como si Dios constituyera una alienación. No se atreven a hablar de la vida eterna, como si ello fuera equivalente a apartar de las tareas temporales. No se atreven a hablar de oración, como si ella implicara no sé qué sospecha de evasión. Diríamos que quieren pasar inadvertidos, que quieren confundirse con los demás, borrar las fronteras entre la Iglesia y el mundo, entre el sacerdocio y el laicado, entre la fe y el humanismo” (1). En otro capítulo de la misma obra, Daniélu constata que “una corriente de pesimismo pasa actualmente por dentro de la Iglesia” y luego de analizar este fenómeno concluye: “Lo que no admitimos es que, so pretexto de acción temporal, se eche por tierra la ida espiritual; so pretexto de promocionar al hombre, se acaba con la adoración de Dios; so pretexto de profetismo, se acabe con los sacramentos; so pretexto de secularismo, se acabe con el sacerdocio. La inmensa multitud del pueblo cristiano y la inmensa mayoría de los sacerdotes están viendo como hay bastantes clérigos que son asesinos de la Fe”.

El proceso de secularización de lo religioso denunciado en estas páginas como objetivo del naturalismo modernista y progresista, pone al servicio de este “asesinato de la Fe” –denunciado elocuentemente por Daniélu- la voluntad de dominio, de honores mundanos, de prestigio pseudo-intelectual, de confort material, propio del clericalismo. La prepotencia clerical no ha disminuido en la actualidad, antes por el contrario, tiende a aumentar su peso sobre las conciencias al instrumentar hoy para sus oscuros propósitos técnicas masivas de difusión, antes desconocidas. La insolencia de ciertas expresiones para descalificar públicamente a todo adversario u opositor a sus ideas no reconoce límites ni en la teología ni en la mera cortesía. Así vemos al P. Michonneau hablar de “los perros integristas” o al P. Liégé O. P. denunciar a los supuestos integristas como “los peores enemigos de la Iglesia, peores que el comunismo y la masonería” (en entrevista al “Nouveau Journal” de Montréal). La misma prepotencia caracteriza a la petición pública dirigda a Pablo VI por “cuarenta teólogos” (Küng, Schillebeckx, entre otros) exigiéndole que se pliegue a su (de ellos) “sentido de la Iglesia”, a las declaraciones teleisivas del P. Marc Oraison afirmando que la Virgen María no oyó al ángel sino que soñó que el ángel le anunciaba la Encarnación del Verbo, al “retrato de un Papa” publicitado por Hans Küng, a la ofensiva inaudita del Cardenal Suenens contra el magisterio pontificio en el largo reportaje publicado por ICI en mayo de 1969, etc.

Lo paradójico –en apariencia- es que la prepotencia del clericalismo progresista se ejerce para lograr que los fieles abandonen su fe, su vida sacramental, su oración, sus responsabilidades temporales de cristianización del mundo, en virtud de su autoridad sacerdotal. El mismo clero que hace ostentación de su desprecio por la sotana, por el latín, por el celibato, por todo lo tradicional, el mismo clero que afirma que el sacerdocio debe ser secularizado y transformado en una especie de padre de familia que fracciona el pan entre los suyos, es el mismo clero que utiliza su condición sacerdotal para someter por coacción moral a los fieles, obligándolos a aceptar por vía de autoridad espiritual sus aberrantes tesis. Todo no hace sino poner de manifiesto la comunidad de métodos entre el modernismo denunciado por San Pío X a principios de siglo y los actuales progresistas. En nombre de la autoridad espiritual se exige el abandono de las prácticas religiosas, en nombre de la competencia teológica se prohíbe la difusión de la doctrina social de la Iglesia, en nombre del Evangelio se prohíbe cristianizar la economía, la política, la cultura. En nombre del “sentido de la historia” se impone la colaboración con el comunismo…

*** Sacheri, Carlos A.: La Iglesia Clandestina. Bs. As., Cruzamante, 1977 (5° Ed.), Cap. 11.


(1) “Test”, ed. Beauchesne, cap. 1, París, 1969.

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