Capítulo 11. Un Clericalismo invertido.
"El mismo clero que hace ostentación de su desprecio por la sotana, por el latín, por el celibato, por todo lo tradicional, el mismo clero que afirma que el sacerdocio debe ser secularizado y transformado en una especie de padre de familia que fracciona el pan entre los suyos, es el mismo clero que utiliza su condición sacerdotal para someter por coacción moral a los fieles, obligándolos a aceptar por vía de autoridad espiritual sus aberrantes tesis. "
Por el Prof. Carlos A. Sacheri ***
Luego de haber
señalado en sus líneas fundamentales la estructura y ramificaciones de la Iglesia Clandestina
en el plano internacional y a modo de preludio de las consideraciones subsiguientes
respecto de su proyección en la realidad hispanoamericana y argentina, conviene
puntualizar un aspecto esencial a la metodología de la subversión progresista:
el clericalismo.
En el sentido
generalmente aceptado, el clericalismo es el abuso de poder ejercido por los
clérigos. El sacerdocio, en cuanto ministerio divino supone el ejercicio de
cierta autoridad. Siendo de suyo una actividad sobrenatural –ministerium salutis- la autoridad que
compete al sacerdote es de índole espiritual, i.e., el gobierno de las almas,
que llaga hasta la intimidad de los corazones y escruta las conciencias.
Ministerio delicadísimo que debe estar como anclado en la vida de la gracia
para superar la permanente tentación del naturalismo. Cuando el clero cede en
su fervor, tiende a secularizar el sentido de su misión divina de dos modos
fundamentales. En primer lugar confunde lo que es atributo propio de su función
de servicio a la comunidad cristiana con sus propias cualidades personales, de
manera tal que lo que es propio del cargo o estado es ejercido en provecho
propio como si se tratara de un bien particular. En segundo lugar, aquella
autoridad que le es asignada sobre los fieles para orientarlos hacia su destino
eterno, se degrada en mera voluntad de dominio temporal. Como toda actitud
originada en el orgullo, esta desvirtuación del ministerio sacerdotal es fuente
de conflictos, de escándalos y aún de cismas, máxime cuando la arbitrariedad se
disimula con motivos nobles y elevados principios. Corruptio optimi pessima. Pocas cosas resultan menos tolerables,
por lo general, que el abuso de la función eclesiástica… Una vez desvirtuado el
ministerio en su espíritu, su ejercicio tiende a borrar la sabia distinción
entre el orden espiritual y el orden temporal; el abuso de poder reside no sólo
en corromper la esencia sobrenatural de la misión, sino también en invadir un
orden de actividades que exceden su competencia específica. La historia de la Iglesia nos presenta
numerosos testimonios de tales deformaciones de la función clerical.
La tentación del
clericalismo ha existido siempre y seguirá existiendo mientras haya sacerdotes,
así como la posibilidad del adulterio acompañará siempre al matrimonio mientras
este exista. Por lo tanto, el clericalismo no es de ayer ni de hoy, pero existió
ayer y existe hoy, aun cuando sus modalidades respectivas hayan sufrido una
profunda transformación. En efecto, el clericalismo tal cual se lo ha conocido
en el pasado, consistió en abusar de la autoridad para defender una situación,
un orden de cosas que favorecía –o al menos, aparentaba favorecer- al
mantenimiento o al progreso de los valores religiosos. Tal orden de cosas
coincidía frecuentemente con el éxito, la prosperidad material, la comodidad o,
al menos, la tranquilidad del clérigo abusador. En la medida misma en que los
ministros religiosos buscaban el mantenimiento de las creencias y de las
costumbres cristianas, el fin resultaba legítimo; lo aberrante era el medio
utilizado, pues el abuso del poder espiritual va siempre acompañado de graves
males. Los malos medios pueden corromper el mejor de los fines; de ahí que el
apóstol S. Pablo haya condenado insistentemente el hacer el mal para que de él
resulte un bien. Basten dos ejemplos para ilustrar esta modalidad del
clericalismo. El primero es el del sacerdote que acumula bienes materiales y se
apega a ellos, so pretexto de que ciertos bienes son indispensables para poder
desarrollar algunas tareas de apostolado; en la medida en que se apega a tales
riquezas, desvirtúa su misión y termina utilizando para su propia comodidad lo
que le ha sido asignado para su ministerio. En segundo lugar, con frecuencia se
ha visto a clérigos que, conscientes de la necesidad de contar con responsables
laicos en el orden temporal, han propiciado por medios muy poco justificables
la candidatura de aquellos que a sus ojos revestían cualidades de integridad,
de formación o de docilidad.
El clericalismo
actual difiere sensiblemente del antes descripto. Acostumbrados a las críticas
acerbas que el progresismo neomodernista ha dirigido contra lo que más o menos
arbitrariamente ha calificado de “triunfalismo”, de “constantinismo”, de
“amalgama político-religiosa”, etc., los católicos no descubren fácilmente la
esencia del clericalismo modernista que se oculta bajo la severa actitud de los
nuevos fiscales de la historia eclesiástica. Sin embargo, el clericalismo
subsiste en su afán de dominio. Su diferencia esencial con el pasado consiste
en que mientras el clericalismo “clásico” abusaba de sus atributos para el
sostenimiento de la fe, el clericalismo “progresista” abusa de su autoridad
para propiciar un orden de cosas contrario a la fe y a la moral cristianas. Para comprender esta transformación debe recordarse lo
expuesto anteriormente en los puntos 4) y 5) de este trabajo. El progresismo
neomodernista fomenta un “complejo de culpabilidad” en los católicos, complejo
por el cual todo lo que no marcha bien en el mundo es culpa de la Iglesia. Esta falta
de fe en la verdad cristiana y en su eficacia intrínseca, hace del clérigo
progresista un adorador de la filosofía moderna y de todo pensamiento o acción
que se presenten con aires de novedad, de actualidad. En aras de un aggiornamiento mal entendido, sacrifican
todo el inmenso tesoro de doctrina y prácticas que la Iglesia ha ido reuniendo y
decantando a lo largo de veinte siglos. El Cardenal Daniélu ha calificado de “complejo de antitriunfalismo”, esta
actitud de dimisión: “Desde luego, tenemos que reconocer nuestras faltas. Nos
honra el que no practiquemos la autojustificación Pero esas faltas consisten no
en ser cristianos sino en no serlo suficientemente. Pues bien, se pretende
hacer culpable al cristianismo como tal; actualmente vemos con harta frecuencia
cristianos que sienten como una especia de culpabilidad por el hecho de serlo.
No se atreven a hablar de Dios, como si Dios constituyera una alienación. No se
atreven a hablar de la vida eterna, como si ello fuera equivalente a apartar de
las tareas temporales. No se atreven a hablar de oración, como si ella
implicara no sé qué sospecha de evasión. Diríamos
que quieren pasar inadvertidos, que quieren confundirse con los demás, borrar
las fronteras entre la Iglesia
y el mundo, entre el sacerdocio y el laicado, entre la fe y el humanismo”
(1). En otro capítulo de la misma obra, Daniélu constata que “una corriente de
pesimismo pasa actualmente por dentro de la Iglesia ” y luego de analizar este fenómeno
concluye: “Lo que no admitimos es que, so pretexto de acción temporal, se eche
por tierra la ida espiritual; so pretexto de promocionar al hombre, se acaba
con la adoración de Dios; so pretexto de profetismo, se acabe con los
sacramentos; so pretexto de secularismo, se acabe con el sacerdocio. La inmensa
multitud del pueblo cristiano y la inmensa mayoría de los sacerdotes están viendo
como hay bastantes clérigos que son asesinos de la Fe ”.
El proceso de
secularización de lo religioso denunciado en estas páginas como objetivo del
naturalismo modernista y progresista, pone al servicio de este “asesinato de la Fe ” –denunciado elocuentemente
por Daniélu- la voluntad de dominio, de honores mundanos, de prestigio
pseudo-intelectual, de confort material, propio del clericalismo. La
prepotencia clerical no ha disminuido en la actualidad, antes por el contrario,
tiende a aumentar su peso sobre las conciencias al instrumentar hoy para sus
oscuros propósitos técnicas masivas de difusión, antes desconocidas. La
insolencia de ciertas expresiones para descalificar públicamente a todo
adversario u opositor a sus ideas no reconoce límites ni en la teología ni en
la mera cortesía. Así vemos al P. Michonneau hablar de “los perros integristas”
o al P. Liégé O. P. denunciar a los supuestos integristas como “los peores
enemigos de la Iglesia ,
peores que el comunismo y la masonería” (en entrevista al “Nouveau Journal” de
Montréal). La misma prepotencia caracteriza a la petición pública dirigda a
Pablo VI por “cuarenta teólogos” (Küng, Schillebeckx, entre otros) exigiéndole
que se pliegue a su (de ellos)
“sentido de la Iglesia ”,
a las declaraciones teleisivas del P. Marc Oraison afirmando que la Virgen María no oyó
al ángel sino que soñó que el ángel le anunciaba la Encarnación del Verbo,
al “retrato de un Papa” publicitado por Hans Küng, a la ofensiva inaudita del
Cardenal Suenens contra el magisterio pontificio en el largo reportaje
publicado por ICI en mayo de 1969, etc.
Lo paradójico –en
apariencia- es que la prepotencia del clericalismo progresista se ejerce para
lograr que los fieles abandonen su fe, su vida sacramental, su oración, sus
responsabilidades temporales de cristianización del mundo, en virtud de su autoridad sacerdotal. El mismo clero que hace
ostentación de su desprecio por la sotana, por el latín, por el celibato, por
todo lo tradicional, el mismo clero que afirma que el sacerdocio debe ser secularizado
y transformado en una especie de padre de familia que fracciona el pan entre
los suyos, es el mismo clero que utiliza
su condición sacerdotal para someter por coacción moral a los fieles,
obligándolos a aceptar por vía de autoridad espiritual sus aberrantes tesis.
Todo no hace sino poner de manifiesto la comunidad
de métodos entre el modernismo denunciado por San Pío X a principios de
siglo y los actuales progresistas. En nombre de la autoridad espiritual se
exige el abandono de las prácticas religiosas, en nombre de la competencia
teológica se prohíbe la difusión de la doctrina social de la Iglesia , en nombre del
Evangelio se prohíbe cristianizar la economía, la política, la cultura. En
nombre del “sentido de la historia” se impone la colaboración con el comunismo…
*** Sacheri, Carlos A.: La Iglesia Clandestina.
Bs. As., Cruzamante, 1977 (5° Ed.), Cap. 11.
(1) “Test”, ed. Beauchesne, cap. 1, París, 1969.
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