O de las lamentables miserias que pobres y desamparados han tenido que sufrir en estos días en la Ciudad de La Plata, de parte de los malos y de los buenos.
“Nada podemos hacer a favor de la persona que Ud.
recomienda.
Nuestro presupuesto de caridad está completo.”
Un profesional de
las buenas obras.
por León Bloy ***
Haciendo lo
contrario de lo que manda el Precepto evangélico, polvoriento y pasado de moda,
la mano izquierda sabe muy bien lo que hace la derecha. Esta da, o simula dar,
al son de trompetas, y la otra, colocada junto al corazón, la retiene tanto
como puede. Este combate, de resultado nunca dudoso, es lo que constituyen las
llamadas fiestas de beneficencia o de caridad y el admirable resultado de esas
diversiones que pretenden ser cristianas.
En ellas, el rico
se adorna con los despojos del pobre y se divierte fastuosamente, so color de
auxiliarle cuando poco faltó para que un cataclismo lo barriese de la vida. Se
recauda así dinero, del cual oyen hablar los pobres sin lograr nunca verlo. Hay
que contar con la avaricia de innumerables intermediarios, que van
multiplicándose a lo largo de esas idas y venidas como los tiburones en la
estela de un navío en busca de desperdicios. Hay que contar asimismo con los
proveedores de los siniestrados, cuyos almacenes de víveres putrefactos se
parecen a las tiendas de los revendedores de adornos funerarios instaladas en
los caminos que conducen a los cementerios.
Los terremotos, los
incendios o los ciclones hacen funcionar el comercio, para no mencionar las
guerras o matanzas asiáticas o europeas, que lo aceleran aún más. Los negocios
son siempre negocios, y la especulación es ingeniosa. Es cosa sabida, por
ejemplo, que está en manos de un honorable grupo de acaparadores británicos o
americanos el decretar un hambre que resulte lucrativa para ellos, en un punto
determinado del planisferio. Durante el invierno del 97 al 98, un especulador americano,
muy admirado por cierto, para mantener en el mercado mundial el alza del trigo,
mandó arrojar al mar, a dos o tres horas de Nueva Cork, setenta millones de
hectolitros. Este hombre que de este modo destruía el alimento que hubiese
bastado para la población de un imperio, había recibido en el Bautismo o en
alguna otra parte, el nombre de José, que significa “guardián del pan”. Por
este mismo tiempo, otros que conservan aún sus cabezas sobre sus hombros, han
empleado el trigo para alimentar sus locomotoras. Simple cuestión de capitales,
de aritmética, de geografía y de estómago.
Después de esto y
como consecuencia natural de ello, se organizan fiestas de gala, se hacen
iluminaciones, loterías a beneficio de las víctimas teniendo a la vista otros
negocios de menos cuantía. Y, en todos los países, las damas se sienten felices
por la ocasión que se les ofrece de mostrar sin tabas sus clavículas y sus
pechos. Todo el mundo sale ganando menos los hambrientos. En los momentos en
que esto escribo, apenas hace dos meses, las ciudades de Mesina y Regio fueron
totalmente destruidas. Es cierto, por lo menos probable, que la causa de
semejante catástrofe no ha sido una especulación transatlántica; pero las
consecuencias son exactamente las mismas. Se han recaudado, dicen los
periódicos, sumas inmensas. Nadie sabe a dónde han ido a parar. Cincuenta mil
cuerpos humanos continúan pudriéndose debajo de los escombros, esperando poder
propagar una peste cuando empiece la primavera; y los que sobreviven están
pereciendo de miseria.
A veces, la cosa
termina mal. No hace mucho tiempo vimos a personas de la mejor sociedad quedar
convertidas, en un instante, en antorchas vivas, dando alaridos en medio de un
horno al que nadie se podía acercar –personas que practicaban el bien, ha dicho
un imbécil famoso. Con el Evangelio abierto de par en par y puesto en pie,
habían construido una alta muralla de bronce para proteger sus placeres, y esta
muralla, puesta al rojo, cayó sobre ellos. Fueron necesarias palas y volquetes
para colocar a estas personas otra vez en su lecho. Lección completamente
inútil para los demás y que de nada aprovecha a los pobres, que seguirán siendo
socorridos de idéntica manera hasta que llegue el Día de Dios.
Me imagino que ese
día comenzará con un alba de infinita dulzura. Las lágrimas de todos los que
sufren o han sufrido habrán ido cayendo durante la noche, tan puras, como un
rocío de primavera en el Edén. Después saldrá el sol como una pálida Virgen de
Bizancio en su mosaico de oro, y la tierra despertará completamente perfumada.
Los hombres, ebrios de gozo y llenos de vigor, quedarán maravillados ante esa
nueva aparición del Paraíso de deleites y se levantarán en medio de las flores
cantando canciones profanas que los dejarán extasiados. Aun los mismos
impotentes y putrefactos sentirán la ilusión de sus deseos de adolescencia. La
naturaleza, como agitada con el presentimiento de una Visita inefable, se
engalanará con sus mejores preseas y, semejante a una cortesana soberbia, hará
ostentación de las joyas con que cautivó a tantos mortales, y se perfumará con
aquellos perfumes embriagadores que hacen olvidar la vida.
Nada de cuanto el
hombre pueda imaginar igualará la grandeza de ese día, que será el Día del
Dios, que llega por fin después de haber sido esperado, durante miles de años,
en los ergástulos, en los presidios, en las tumbas, el día de la irrisión que
retorna, de la Irrisión
grande como el cielo y que el Libro Sagrado llama la Subsanación divina. Se
celebrará entonces la verdadera fiesta de caridad presidida por la Caridad en Persona, por el
Vagabundo terrible del cual está escrito que nadie conoce sus caminos, que a
nadie ha de dar cuenta de sus actos, y que va a donde le place. Será ésta, con
toda propiedad, la fiesta de los pobres, en la cual no se les hará esperar ni
se les dejará decepcionados. En un abrir y cerrar de ojos, irán a recoger por
sí mismos, sin intermediarios, todo aquello, y mucho más todavía,
incomparablemente más y para siempre, que los ricos hubieran podido darles
divirtiéndose.
Acerca del incendio
con que ha de terminar la fiesta, un ninguna criatura, así fuese un arcángel,
es capaz de decir ni una sola palabra.
*** León Bloy: La Sangre del Pobre, Cap. XI, Irrisión Homicida.
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