“Que no se exagere, en consecuencia, las dificultades cuando se trata de
practicar lo que la fe nos impone para cumplir nuestros deberes, para ejercitar
el fructuoso apostolado del ejemplo que el Señor espera de todos
nosotros: Unicuique mandavit proximo suo. Las dificultades
vienen de quien las crea y las exagera, de quien a sí se confía y no al socorro
del cielo, de quien cede cobardemente intimidado por las burlas y risas del
mundo: de lo que hay que concluir
que, en nuestros días más que nunca, la fuerza de los malos es la cobardía y
debilidad de los buenos, y todo el nervio del reino de Satán reside en la
blandura de los cristianos.” San Pío X
Discurso pronunciado por el
papa San Pío X el 13 de diciembre de 1908 después de la lectura de los decretos
de beatificación de Juana de Arco, Juan Eudes, Francisco de Capillas y Teófano
Vénard y sus compañeros.
Agradezco, Venerable
Hermano (1), a vuestro corazón generoso el desear verme trabajar el campo del
Señor siempre a la luz del sol, sin nubes ni borrasca. Pero Vos y yo hemos de
adorar las disposiciones de la Divina Providencia que, después de establecer su
Iglesia aquí abajo, permite que encuentre en su camino obstáculos de toda
índole y resistencias formidables. La razón es, por otra parte, evidente: la
Iglesia es militante y está, en consecuencia, sumida en una lucha continua. Esa
lucha hace del mundo un verdadero campo de batalla y de todo cristiano un
soldado valeroso que combate bajo el estandarte de la cruz. Esa lucha ha
comenzado con la vida de nuestro Santísimo Redentor y no ha de terminar más que
con el mismo fin de los tiempos. Así pues, hace falta que todos los días, como
los valientes de Judá al volver de la cautividad, rechazar con una mano al
enemigo y levantar con la otra las paredes del Templo santo, es decir: trabajar
en la propia santificación.
Nos confirma en esta
verdad la misma vida de los héroes de los cuales se ocupan los decretos que se
acaba de publicar. Estos héroes llegaron a la gloria no sólo a través de negras
nubes y pasajeras borrascas, sino de contradicciones continuas y duras pruebas
que llegaron a exigirles por la fe la sangre y la vida.
No puedo, sin embargo,
negar que en este momento grande es mi alegría porque, al glorificar tantos
santos, Dios manifiesta su misericordia a una época de gran incredulidad e
indiferencia religiosa; pues, en medio del abajamiento general de los
caracteres, he aquí que se ofrecen a la imitación estas almas religiosas que en
testimonio de la fe dieron la vida; pues, finalmente, esos ejemplos vienen en
su mayor parte, Venerable Hermano, de vuestro país, en el que los que detentan
los poderes públicos han desplegado abiertamente la bandera de la rebelión y
han querido romper a cualquier precio los vínculos con la Iglesia.
Sí, estamos en una
época en la que muchos enrojecen al confesarse católicos, muchos otros odian a
Dios, la fe y la revelación, el culto y sus ministros, mezclan en todos sus discursos
una impiedad burlona, niegan todo y todo lo tornan en risa y sarcasmos, sin
respetar siquiera el santuario de la conciencia. Pero es imposible que ante
estas manifestaciones de lo sobrenatural, cualquiera sea su voluntad de cerrar
los ojos ante el sol que los ilumina, una rayo divino no termine por penetrar
hasta su conciencia y, aunque más no sea por medio del remordimiento, los
regrese a la fe.
Lo que hace aún mi
alegría, es que la valentía de estos héroes ha de reanimar los lánguidos y
tímidos corazones, temerosos en la práctica de las doctrinas y creencias
cristianas y ha de hacerlos firmes en la fe. El coraje, en efecto, no tiene
razón de ser si no se apoya en una convicción. La voluntad es una potencia
ciega cuando no la ilumina la inteligencia, y no es posible marchar con paso
firme entre las tinieblas. Si la generación actual tiene todas las vacilaciones
del hombre que marcha a tropezones, es signo patente de que ya no tiene en
cuenta la palabra de Dios, llama que guía nuestros pasos y luz que aclara
nuestros senderos: Lucerna pedibus meis verbum tuum et lumen semitis
meis.
Habrá coraje cuando la
fe esté viva en los corazones, cuando se practique todos los preceptos por ella
impuestos; pues la fe es imposible sin obras tanto como imaginar un sol sin luz
ni calor. Esta verdad tiene a los mártires que acabamos de celebrar por
testigos. No hay que creer que el martirio sea un acto de simple entusiasmo
consistente en poner la cabeza bajo el hacha para ir diestro al paraíso. El
martirio supone el largo y penoso ejercicio de todas las virtudes. Omnimoda et
immaculata munditia.
Y para hablar de la
que os es más conocida que todos los otros -la Doncella de Orleans-, ya en su
humilde país natal ya entre la licencia de las armas, se conservó ella pura
como los ángeles; fiera como un león entre todos los peligros de la batalla,
estuvo llena de piedad por los pobres y los desafortunados. Simple como un niño
en la paz de los campos y en el tumulto de la guerra, se mantuvo siempre
recogida en Dios y fue toda amor por la Virgen y la santa Eucaristía, como un
querubín, bien lo habéis dicho. Llamada por el Señor a defender su patria,
respondió a su vocación para una empresa que todos -y ella primero- creían
imposible; pero lo que es imposible para los hombres es siempre posible con el
socorro divino.
Que no se exagere, en
consecuencia, las dificultades cuando se trata de practicar lo que la fe nos
impone para cumplir nuestros deberes, para ejercitar el fructuoso apostolado
del ejemplo que el Señor espera de todos nosotros: Unicuique mandavit
proximo suo. Las dificultades vienen de quien las crea y las exagera,
de quien a sí se confía y no al socorro del cielo, de quien cede cobardemente
intimidado por las burlas y risas del mundo: de lo que hay que concluir que, en
nuestros días más que nunca, la fuerza de los malos es la cobardía y debilidad de
los buenos, y todo el nervio del reino de Satán reside en la blandura de los
cristianos.
¡Oh! Si se me
permitiera, como lo hizo en espíritu Zacarías, preguntar al Señor: «
¿Qué son esas llagas en medio de tus manos? » no cabría duda sobre la
respuesta: « Me han sido infligidas en casa de los que me amaban »,
por mis amigos que nada han hecho por defenderme y que, al contrario, se han
hecho cómplices de mis adversarios. Y de este reproche que merecen los
cristianos pusilánimes e intimidados de todas partes, no puede escaparse un
número grande de cristianos de Francia.
Esa Francia fue
llamada por mi venerado predecesor, como lo habéis recordado, Venerable
Hermano, la nobilísima nación; misionera, generosa y caballeresca. A su gloria
he de agregar lo que escribiera al rey san Luis el papa Gregorio IX:
« Dios, al que
obedecen las legiones celestiales, habiendo establecido aquí abajo reinos
diferentes siguiendo la diversidad de lenguas y climas, ha conferido a grande
número de gobiernos especiales misiones para el cumplimiento de sus designios.
Y como otrora prefiriera la tribu de Judá a las de los otros hijos de Jacob, y
como la colmara en su largueza de bendiciones especiales, así eligió a Francia
y la prefirió a todas las demás naciones de la tierra para proteger la fe
católica y la libertad religiosa. Por ese motivo Francia es el reino de Dios
mismo y los enemigos de Francia son los enemigos de Cristo. Dios ama a Francia
porque ama a la Iglesia que atraviesa los siglos y recluta las legiones de la
eternidad. Dios ama a Francia que ningún esfuerzo pudo jamás separar
enteramente de la causa de Dios. Dios ama a Francia, donde nunca la fe ha
perdido su vigor, donde reyes y soldados no han titubeado en afrontar los
peligros y dar su sangre por la conservación de la fe y de la libertad
religiosa. » Así se expresa Gregorio IX.
Así diréis al regresar
a vuestros compatriotas, Venerable Hermano, que si aman a Francia deben amar a
Dios, amar la fe y a la Iglesia que es para todos ellos muy tierna madre como
lo fuera de vuestros padres. Les diréis que hagan su tesoro de los testamentos
de san Remigio, de Carlomagno y de san Luis, testamentos que se resumen en las
palabras tan a menudo repetidas por la heroína de Orleans: « ¡Viva
Cristo, que es el Rey de los francos! »
Sólo bajo este título
es Francia grande entre las naciones; bajo esta cláusula es que Dios la
protegerá y la hará libre y gloriosa; bajo esta condición, se le podrá aplicar
lo que de Israel se dice en los Libros Santos: « Que nadie se ha hallado que
insultara a ese pueblo, sino cuando se alejó de Dios».
Así pues, no es un
sueño sino una realidad lo que, Venerable Hermano, habéis enunciado; no tengo
sólo la esperanza, mas la certeza del triunfo completo.
Moría el Papa mártir
de Valencia cuando Francia, después de haber desconocido y negado la autoridad,
proscrito la religión, abatido los templos y los altares, exiliado, proscrito y
diezmado los sacerdotes, había caído en la más detestable abominación. Dos años
no habían pasado de la muerte del que había de ser el último Papa cuando
Francia, culpable de tantos crímenes, sucia aún de la sangre de tantos
inocentes, volvió en su angustia los ojos al que, elegido Papa por una especie
de milagro lejos de Roma, tomó en Roma posesión de su trono. Y Francia imploró,
con el perdón, el ejercicio del poder divino que hubiera en el Papa tantas
veces rechazado y Francia fue salva. Lo que parece imposible a los hombres es
posible para Dios. Me afirma en esta certeza la protección de los mártires que
dieron su sangre por la fe y la intercesión de Juana de Arco que, como vive en
el corazón de los franceses, repite al cielo sin cesar: « ¡Gran Dios, salvad a
Francia! »
(1) Mons. Touchet,
obispo de Orleans. Fuente: Acta Apostolicsi
Sedes,15 de enero de 1909, págs. 142-145.
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