por el P. Andrés Hamón ***
Adoremos
a Dios, soberano dueño de los siglos, árbitro de nuestra vida y de
nuestra muerte, que nos da este nuevo año, no para que dispongamos
de él a nuestro arbitrio, sino para que empleemos todos sus momentos
en servirle a El santamente. Pidámosle la gracia de no volver a
caer, este año, en el vicio que ha paralizado todos los años
precedentes, el vicio de la rutina y de la irreflexión, sobre la
cual Jeremías pronunció esta terrible lamentación: La tierra está
desolada porque no hay nadie que reflexione dentro de sí (XII,
11).
- Gravedad del mal de la rutina e irreflexión.
¿Puede
comprenderse un mal más grande, que aquel que hace inútiles las
gracias de Dios, estéril la fe e imposible la reforma de las
costumbres? Tal es el mal de la rutina e irreflexión.
1º
Hace inútiles las gracias. Dios nos da la gracia de la oración;
pero la oración, hecha por rutina y sin reflexión, se reduce a un
movimiento maquinal de los labios, con el cual ni honra a Dios, ni
obtiene nada el que lo hace. Dios nos otorga la gracia de un buen
pensamiento, un piadoso impulso una advertencia utilísima para
nuestra salvación; pero esta semilla, que habría dado frutos
preciosos, si hubiese madurado con la reflexión, no es ahora más
que una semilla arrojada a lo largo del camino, camino donde llas
vanas ideas y las novedades del mundo la han hollado y hecho perecer.
Dios nos ha concedido la gracia de los sacramentos, pero la maldita
rutina o la falta de reflexión han paralizado todos sus frutos. Dios
nos ha concedido un nuevo año para obrar nuestra salvación; pero,
si no destruimos la rutina, no hará ella más que acumular sobre
nuestra cabeza, como un nuevo tema, un año de abusos de gracias
agregados a los años anteriores.
2º
La rutina o la irreflexión hace estéril la fe. Es muy deplorable
ver lo que es la fe bajo el imperio de la rutina. La fe, por el
influjo de ese enorme mal, queda relegada a una parte secreta de
nosotros mismos, en donde no entramos jamás, o como un oscuro rincón
en donde su luz no alcanza a nuestros ojos: de modo que se cree como
si no se creyera; se habla, se piensa, se obra como si realmente no
hubiera fe en el alma. La muerte que se aproxima, el juicio que la
sigue, el paraíso o el infierno que vienen en pos del juicio, nada
nos conmueve. Los misterios más augustos de la religión, los
sacramentos, la Eucaristía misma, encuentran en el alma el frío del
mármol. Es una indiferencia, un hielo y una insensibilidad que con
nada se conmueven. Nos hemos familiarizado con estos altos misterios,
nos hemos hecho de ellos una rutina y todo se acabó; serán
estériles para nosotros, mientras no nos hayamos curado de ese mal.
3º
La rutina hace imposible la reforma de las costumbres. Arrastrados
por ella, como por un río que corre siempre en un mismo lecho, no
pensamos seriamente en reformarnos, ni comprendemos la necesidad
extrema de hacerlo; nuestra energía desaparece, nos dejamos llevar
por la corriente del uso y de la costumbre: la hallamos agradable y
llegamos a creer que es lo único posible. Ese estado nos adormece.
Temamos la hora de despertar, que será espantosa.
- Remedios contra la rutina e irreflexión.
El
primer remedio es la oración. Pidamos a Dios, con todo el fervor de
que seamos capaces, que cure nuestra alma enferma (Salmo XL, 5); que
reanime nuestra fe (San Lucas XVII, 5) en la grandeza de la
Divinidad; nos inspire los sentimientos de profundo respeto con que
debemos servirle y nos otorgue la gracia de una vida mejor en el
nuevo año. El segundo remedio es la fidelidad en nuestros ejercicios
de piedad, es decir, no solamente hacerlos con exactitud, sino con
actitud recogida y un gran deseo de sacar de ellos la enmienda de
nuestra vida. El tercer remedio es recogernos a menudo dentro de
nosotros mismos, para examinar si nos hemos dejado llevar de nuestras
antiguas costumbres de rutina y de irreflexión, si nuestros actos y
palabras, nuestras intenciones y pensamientos están siempre
animados por ese espíritu de fe, humildad, caridad y amor de Dios,
que caracteriza a un alma cristiana; y, cuando conozcamos que hemos
caído en nuestros antiguos hábitos, levantarnos sin demora y
trabajar con celo y buena voluntad en nuestra reforma.
***
Hamón, Andrés: Meditaciones. Bs. As., Guadalupe, 1962, pp. 210 a
213.
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