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jueves, mayo 20

Tradición en 1810, año del gobierno propio.


Se proclamó que la SOBERANÍA HABIA REVERTIDO SOBRE EL PUEBLO desde el momento en que había desaparecido quien la poseía legítimamente, o sea, se afirmó un principio que venía del Fueron Juzgo y que justifica lo que dice el historiador inglés J. M. Carlyle, de que “toda libertad proviene del medioevo”.


Fidelidad y no desleal separatismo.


El año del gobierno propio debería llamársele, en adelante, a 1810 (año de “acefalía” y “provisoriatos”). Puesto que la REVOLUCIÓN RIOPLATENSE, como tal, irá tomando fisonomía sociológica y calor de pueblo sobre todo a partir de 1811.

La tesis jurídica del GOBIERNO PROPIO surgido por “acefalía” –que no es lícito confundir hoy con la creación de un nuevo Estado rebelde-, habría de ser expuesta y desarrollada con brillo y abundancia de citas eruditas, según se verá, por el Dr. Juan José Castelli, orador tradicional en la memorable Asamblea histórica del 22 de mayo.


“El alegato de Castelli fue elocuente, sin duda alguna, no solo por “la profusión de la verba que le era genial”, sino por la estructura dialéctica y la fundamentación jurídica de que hizo gala y arrebató a los patriotas –transcribo aquí fragmentos del exhaustivo trabajo que, sobre el tema, integra el denso opúsculo El Cabildo de Mayo, cuyo autor es el Dr. Roberto H. Marfany-. Los miembros de la Real Audiencia de Buenos Aires también dejaron testimonio en su informe de las dotes oratorias con decir: “el Dr. Castelli orador destinado para alucinar a los concurrentes”. La versión más completa que hasta ahora se conoce del discurso de Castelli –prosigue Marfany-, se registra en el informe de los miembros de la Real Audiencia, y puede considerársela de la mayor fidelidad por proceder de personas con suficiente preparación en asuntos jurídicos y políticos. El abogado patriota, según esa versión, “puso empeño en demostrar que desde que el Señor Infante Dn. Antonio había salido de Madrid, había CADUCADO el Gobierno de España; que ahora con mayor razón debía considerarse haber EXPIRADO, con la disolución de la Junta Central, porque además de haber sido acusada de infidencia por el pueblo de Sevilla, no tenía facultades para el establecimiento del Supremo Gobierno de Regencia; ya porque los poderes de sus vocales eran personalísimos para el Gobierno y no podían delegarse, y ya por la FALTA DE CONCURRENCIA DE LOS DIPUTADOS DE AMERICA en la elección y establecimiento de aquel Gobierno; deduciendo de aquí su ILEGITIMIDAD y la REVERSIÓN DEE LOS DERECHOS DE LA SOBERANÍA AL PUEBLO DE BUENOS AIRES y su libre ejercicio en la instalación de un NUEVO GOBIERNO, principalmente no existiendo ya como se suponía NO EXISTIR LA ESPAÑA en la denominación del señor Dn. Fernando Séptimo”. Adviértese, en el desarrollo de esa exposición, una estructura sólida y coherente. Era el orador, abogado que conocía la ciencia y el arte de su profesión; poseía, además, dotes oratorias naturales, y tenía conciencia de que alegaba ante la presencia vigilante de los graves oidores, de duchos funcionarios públicos de carrera, de miembros del alto y el bajo clero y de abogados; concurrencia selecta que imponía, sin duda alguna, para que Castelli fuera extremoso en el manejo de sus conceptos y de sus palabras. Sabía que representaba la causa de la Patria en aquella hora decisiva y tormentosa del mundo, y sabía también que frente a él se levantaba la infranqueable barrera de la oposición de los magistrados y de los funcionarios de la alta burocracia. Ante esa atmósfera tensa, expectante, Castelli jugaba la carta decisiva, y “puso empeño” en reproducir un alegato incontrovertible. En la primera parte de su exposición, Castelli planteó esta cuestión concreta: desde que el infante don Antonio salió de Madrid, había CADUCADO el gobierno soberano de España, potestad que no le reconocía, por supuesto, a la Junta Central que había funcionado en Sevilla. De la CADUCIDAD del gobierno en que se encontró España por la salida de Madrid del infante don Antonio, y las irregularidades que sobrevinieron, era de público conocimiento en Buenos Aires. El virrey Liniers había hecho reimprimir en 1808 un “Manifiesto o declaración de los principales hechos que han motivado la creación de esta Junta Suprema de Sevilla...”, suscripto por todos sus miembros el 17 de junio de 1808, y que reza así: “Fernando VII había creado una Junta Suprema de Gobierno, cuyos miembros señaló y por Presidente a su tío el Infante D. Antonio. Era preciso destruir esta Junta y consumar los proyectos de iniquidad que estaban tramados; para esto se hizo salir de Madrid y pasar a Francia a la familia Real, sin exceptuar aquellos Infantes que por su tierna edad parecía debían inspirar alguna compasión... El débil Gobierno español, oprimido por el duque de Berg, después de haber prohibido a las tropas españolas que salieran a ayudar a sus hermanos, se presentó en público en las calles de Madrid, y a su vista dejó el pueblo las armas y calmó su furor... Después se obligó a salir para Bayona al Infante D. Antonio. Había señalado Fernando VII los vocales de la Junta de Gobierno, y nadie podía agregar otros; no obstante, el extranjero Murat no tuvo rubor de obligar a estos vocales a que en su presencia misma lo eligieran Presidente, circunstancia que basta sola, para convencer la horrible violencia con que se procedía; sin embargo, firmaron este decreto y lo publicaron todos los vocales de la Junta. ¡Qué vasallos! ¡Qué españoles!... Pereció al fin en el Consejo de Castilla la protesta de Carlos IV, enviada por Napoleón a Murat, y este Tribunal dominado por un terror que será su eterna deshonra, decidió que Fernando VII no era Rey de España y sí Carlos IV por la nulidad de su abdicación... Será una prueba auténtica de ceguedad espesísima que conduce la ambición el que Napoleón, con su ponderado talento no haya conocido estas verdades, y haya echado sobre sí la infamia eterna de haber recibido la Monarquía española, de quién ningún derecho, ningún poder tenía para dársela. Y la misma NULIDAD habría, si lograse sus infames designios de poner por Rey de Esparta (sic: España) a su hermano Josef Napoleón (sic: Bonaparte), pues ni éste ni Napoleón I pueden ser ni serán Reyes de España, sino por el derecho de la sangre que no tiene, o por elección unánime de los Españoles, que jamás la darán...” Sin gobierno que pudiera llamarse español y aisladas las provincias por la acción de las tropas napoleónicas, surgieron en las ciudades capitales JUNTAS PROVINCIALES DE CREACIÓN POPULAR y en última instancia, la titulada pomposamente Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, constituída en Aranjuez el 25 de septiembre de 1808, con dos representantes por cada provincia –en total de treinta y cinco miembros- y que poco después se trasladó a Sevilla. Esa Junta Central gobernaba a nombre de Fernando VII, es decir, sin atribuirse su soberanía, por cuanto, como explicaba el famoso político español don Melchor de Jovellanos, la potestad soberana era “una dignidad inherente a la persona señalada por las leyes y que no puede separarse aún cuando algún impedimento físico o moral estorbe su ejercicio. En tal caso, y durante el impedimento, la ley o la voluntad nacional dirigida por ella, SIN COMUNICAR LA SOBERANÍA, puede determinar la persona o personas que deben encargarse del ejercicio de su poder”. La legitimidad de esa Junta Central, en cuanto al ejercicio de su autoridad en América, había sido ya impugnada en Buenos Aires en el momento mismo de recibirse los despachos oficiales de su instalación. Y aunque posteriormente fue reconocida por el gobierno del Virreinato en lucido acto celebrado en la Capital el 7 de enero de 1809, NO PURGABA SUS VICIOS ORIGINARIOS. Quienes primero alegaron esa irregularidad fueron varios patriotas –concretamente, Juan José Castelli, Hipólito Vieytes, Antonio Luis Beruti, Nicolás Rodríguez Peña y Manuel Belgrano- en una Memoria suscripta conjuntamente, el 20 de septiembre de 1808, y dirigida a la Infanta Carlota Joaquina de Borbón, hermana de Fernando VII, en adhesión a sus reclamos de sucesora eventual de la corona de España, que proclamó a América desde Río de Janeiro, donde se había refugiado con su esposo, el príncipe don Juan, regente de Portugal. Discurrían así aquellos cinco patriotas: “Si se hubiera de entrar en mayor discusión para fijar los límites más precisos y circunscriptos de las representaciones de la Junta de Sevilla y de la augusta Casa de Borbón para la Regencia de estos reinos, no era de prescindir ni la falta de reconocimientos a aquellos de las más reinos de España, ni de la INSUFICIENCIA DE LA MERA VOLUNTAD DE ELLOS PARA TRAER A SU OBEDIENCIA LOS DE INDIAS. La primera circunstancia importa, por lo menos, la DUDA del valor que cada uno quiera dar al acto de corporación de Sevilla, especialmente cuando LA AMERICA INCORPORADA A LA CORONA DE CASTILLA, ES INHERENTE A ELLA POR LA CONSTITUCÍON, y como no existe una obligación absoluta que los separe del trono, los una de su igual por la dependencia, pueden muy bien constituirse a sólo la unidad de ideas sin fidelidad, SIN PACTOS DE SUMISIÓN. En este caso no se puede ver el medio de inducir un acto de necesaria dependencia de la América Española a la Junta de Sevilla, pues LA CONSTITUCION NO PRECISA QUE UNOS REINOS SE SOMETAN A OTROS, como un individuo que no adquirió derechos sobre otro libre, no le somete. La segunda circunstancia importa, por consecuencia de lo expuesto, que aparte de los actos del imperante o de quién le representare legítimamente, nada debe ser más impropio que sustraerse del derecho que dan los llamamientos a los Príncipes de la Casa en América, por reconocer el imperio de una Junta que NO HA MOSTRADO SUS TITULOS...”. El principio de que América estaba incorporada a la corona de Castilla –continúo transcribiendo a Marfany- y exclusivamente dependiente de ella y, en consecuencia, no sometida a las provincias de España sino en IGUALDAD DE DERECHOS para “constituirse a solo la unidad de ideas de fidelidad, SIN PACTOS DE SUMISIÓN, descansaba en un sólido precepto legal. En efecto, en la Ley I, Título I, Libro III de la Recopilación de las Leyes de Indias promulgada en 1680 y en plena vigencia, disponía el rey de España: “Por donación de la santa Sede apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos señor de las Indias Occidentales, Islas y Tierra Firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, y están incorporadas a nuestra real corona de Castilla... Y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de nuestra real corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o en parte, ni sus ciudades, villas ni poblaciones, por ningún caso ni a favor de ninguna persona”. No es improbable que Castelli, en el discurso pronunciado en el cabildo abierto, hubiera apelado a esos mismos argumentos expuestos en la memoria, la cual pudo muy bien ser fruto de su propia elucubración. Pero no fue esa sola crítica la que mereció la Junta Central de Sevilla tan anticipadamente. El Virrey Liniers tuvo serias dudas acerca de la legitimidad. El 27 de octubre de 1808 escribía al Virrey del Perú, don José de Abascal: “...La Audiencia de Charcas ha adoptado el ridículo sistema de no reconocer la Junta Suprema de Sevilla y su enviado Goyeneche, separándose del partido que aquí hemos tomado y ejemplo de la Chancillería de Granada, pues AUNQUE SE PODIA PONER EN CUESTION SU AUTORIDAD EN FORMA LEGAL, motivos políticos (pero demasiado altos para que los comprendan o adopten hombres preocupados y llenos de hinchazón) deben particularmente en estos Dominios hacernos abrazar y venerar un Escuerzo que nos represente la Soberanía...”. Y Cornelio Saavedra anota en sus Memorias: “A pesar de las ILEGALIDADES o propiamente ILEGITIMIDAD de que adolecía en tal Junta de Sevilla, fué reconocida en Buenos-Aires”. La segunda proposición de Castelli fue: que con la destitución de la Junta Central de Sevilla no existía ya forma alguna de gobierno en España, “porque los poderes de sus vocales eran personalísimos para el Gobierno y no podían delegarse” en el Consejo de Regencia instituído en Cádiz. Razonamiento de estricta validez jurídica, porque el mandato conferido a esos vocales era PRECISO y PERSONAL para constituir el gobierno de la Junta y sin autoridad ninguna para crear y traspasar ese mandato en otra institución o personas, mucho menos habiendo los vocales perdido, por la destitución, a autoridad que investían y que los relegaba al estado de SIMPLES CIUDADANOS. Esa irregularidad en la formación de la Regencia se acentuaba aún más “por la FALTA DE CONCURRENCIA DE LOS DIPUTADOS DE AMERICA en la elección y establecimiento de aquél Gobierno”, agregó Castelli. Otra verdad innegable. Alude aquí, sin duda alguna, a los derechos políticos concedidos a América por la propia Junta Central en decreto de 22 de enero de 1809. Por él, se declaraba que los virreinatos y provincias “no son propiamente colonias o factorías como las de otras naciones, sino UNA PARTE ESENCIAL E INTEGRANTE DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA”, y en su mérito “deben tener REPRESENTACIÓN NACIONAL INMEDIATA a su real persona y constituir parte de la Junta Central Gubernativa del Reino por medio de sus correspondientes DIPUTADOS”. Cuando circuló en Buenos Aires, a mediados de mayo de 1809, el contenido de aquel decreto, reimpreso por orden del virrey Liniers, el Cabildo hizo una vigorosa defensa para que esos DERECHOS POLITICOS RECONOCIDOS tuvieran vigencia plena, ya que el procedimiento instituído para la elección de diputados, convertía a los virreyes en árbitros de la elección. Al impugnar ese procedimiento, en la sesión del 25 de mayo de 1809, dejó sentado que se privaba “a los Pueblos de la acción que en ello deben tener y que se ha dignado declararles en la insinuada resolución de la misma Junta Central; de lo que debe precisamente resultar el que no se arribe a la REFORMA o REGENERACION que tanto se necesita para la felicidad de estas Provincias, abatidas y casi arruinadas por la continuada prostitución de los gobiernos; acordaron SE REPRESENTE A S.M. EN LA SUPREMA JUNTA, manifestándole este gravísimo reparo y otros más que se tocan en el método adoptado y suplicando se digne reformarlo en términos que queden expeditas LAS ACCIONES Y DERECHOS DE LOS PUEBLOS en asunto que tanto les interesa”. Interesante es comprobar también que esa defensa energética fue de aprobación unánime de los cabildantes, cuyas ideas políticas no estaban en la misma conformidad. La rubricación del alcalde de primer voto, don Luis de Gardeazabal, acérrimo partidario de Cisneros después, y que no participó en el cabildo abierto de Mayo, aunque presumiblemente debió ser invitado en calidad de vecino principal; el alcalde de segundo voto, don Manuel Obligado, que asistió al histórico cabildo y votó por la cesación de Cisneros; el regidor don Francisco de Tellechea, ausente también en la asamblea del 22 de mayo, acaso por negarse a asistir; el regidor don Gabriel Real de Asúa, que tampoco estuvo presente; el regidor don Antonio Cornet y Prat lo mismo; el regidor don Juan Bautista Castro, quien votó por la destitución de Cisneros; y el regidor don Agustín de Orta y Azamor, que apoyó la continuación de Cisneros asistido de asesores. Demostrada la FALTA DE GOBIERNO LEGÍTIMO EN ESPAÑA que pudiera ser reconocido con autoridad en América –primer presupuesto necesario-, Castelli planteó como corolario la tesis fundamental de “LA REVERSIÓN DE LOS DERECHOS DE LA SOBERANÍA AL PUEBLO DE BUENOS AIRES y su libre ejercicio en la instalación de un NUEVO GOBIERNO, principalmente no existiendo ya, como se suponía NO EXISTIR LA ESPAÑA EN LA DENOMINACIÓN DEL SEÑOR Dn. FERNANDO SEPTIMO”, concluyen los miembros de la Audiencia en su recordado informe. Era evidentemente un problema de enorme trascendencia, porque desarticulaba, sin duda alguna la unidad del imperio español. Aún hoy se lo considera, con razón, el punto medular de su alegato y el que ha movido a la interpretación de su base “jurídico-política”.

Pocas páginas más adelante, Roberto Marfany cierra el precedente capítulo acerca del discurso de Castelli, con estas palabras finales: “La caducidad del Rey de España no era un recurso dialéctico de Castelli; era una VERDAD proclamada a voces. En 1808, el Virrey Liniers mandó reimprimir y circular en Buenos Aires un papel titulado “Diario de Valencia del lunes 6 de Junio de 1808”, que comenzaba así; “La monarquía esta ACEFALA; se la ha puesto una cabeza extraña de su cuerpo, que la ha constituído un monstruo, como si al cuerpo humano se pusiese la cabeza de un asno”. Se refiere, sin duda, al intruso rey José I. Esa situación de CADUCIDAD era consecuencia directa de la disolución de la Junta Central –como lo expreso Castelli en el cabildo abierto- y con cuya disolución desaparecía toda forma, aunque fuera aparente, de la soberanía real con alcances nacionales, quedando subsistente esa potestad real, fraccionada y dispersa en las juntas provinciales de España y dentro de sus respectivas jurisdicciones locales y sin autoridad sobre América, la cual podrá, en consecuencia, tomar igual determinación para darse las suyas... La tesis política expuesta por Castelli fue adecuada al plano de las ideas aceptadas, sin asomo de herejía. Si tuvo reservas mentales o en su actuación posterior –como en el Alto Perú- no observó la misma conducta, nada hace al fundamento con que se promovió la destitución del Virrey, y hemos dejado explicado”.


Por su parte, y siempre con referencia a la pieza oratoria pronunciada por Castelli en la asamblea del 22 de mayo, otro autorizado investigador de nuestro pasado histórico –don Vicente D. Sierra- puntualiza en su monumental obra (Historia de la Argentina – T. IV), los siguientes conceptos que también transcribo: “Las palabras atribuidas a Castelli han sido interpretadas como expresión de un ideario revolucionario, que habría sacudido los cimientos del Imperio Español. Castelli no hizo sino exponer conceptos clásicos en el derecho hispano. Ya en el código de las Partidas leemos que cuando la familia real se extingue, el nuevo rey puede serlo por “acuerdo de todos los habitantes del reino que lo escogiesen por señor” (Part. 2, tit. I, ley IX). Y las Partidas pertenecen al período de auge del romanismo. Posteriormente, y en especial en el curso del siglo XVI, los escritores que fundan la escuela teológico-política española, sentaron tesis de más hondo contenido POPULISTA: de manera que las Juntas de España pudieron establecerse en 1808 en virtud de tales tesis afirmando que, desaparecido el rey, la soberanía REVERTÍA SOBRE EL PUEBLO. Como derecho humano, la soberanía alcanzó su máxima expresión teórica a través de los grandes pensadores de dicha escuela. Para afirmar que la soberanía es de derecho humano no necesitó Castelli, ni los juristas españoles, recurrir a Rousseau, a quien algunos suponen rector espiritual de los sucesos de Mayo de 1810. Para negar poderes soberanos al Consejo de Regencia, Castelli utilizó el mismo argumento con que la Suprema Junta Central afirmó su legitimidad, al declarar: “Un rey sin potestad no es rey- refiriéndose a José Bonaparte- y la España está en el caso de hacer suya la SOBERANIA por ausencia de Fernando, su legítimo poseedor”. Pero Castelli estuvo en lo cierto al negar que la Suprema Junta, por su sola voluntad, pudiera entregar la SOBERANIA en otras manos, pues en el viejo derecho español se establecía que, sin la anuencia del pueblo, tal traspaso no podía hacerlo ni el propio monarca, para dar a la nación un nuevo señor. El ilustre jurisconsulto Vázquez de Menchaca, en su obra Controversias fundamentales, desarrolló este principio de manera luminosa a comienzos del siglo XVIII. La posición de Castelli fue netamente LEGALISTA –concluye Sierra- si bien la revolución estaba implícita en sus palabras, como lo estuvo en la formación de las Juntas de España en 1808, pues en ambos casos se afirmaron normas jurídicas tradicionales que se oponían a los principios del absolutismo borbónico. Esta es la cuestión esencial del 22 de mayo de 1810, como lo había sido la de los alzamientos juntistas en las provincias de España. Se proclamó que la SOBERANÍA HABIA REVERTIDO SOBRE EL PUEBLO desde el momento en que había desaparecido quien la poseía legítimamente, o sea, se afirmó un principio que venía del Fueron Juzgo y que justifica lo que dice el historiador inglés J. M. Carlyle, de que “toda libertad proviene del medioevo”.



IBARGUREN, Federico: Las etapas de mayo y el verdadero Moreno. Bs.As., Theoría, 1963, pp. 23-32.



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