Las naciones no se construyen a priori, sino que se amasan con lentitud en el devenir histórico.
Así nuestra Nación se configura en forma paulatina a partir del siglo XVI. Asimila antiguas herencias: la filosofía griega, el derecho romano y la revelación judeo-cristiana, en el marco de la “pequeña cristiandad hispánica”, heredera en tiempos renacentistas y reformadores del legado de la cristiandad medieval, del espíritu de una época, en la cual, al decir de León XIII, “la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”.
Los fines del Estado español de entonces son muy claros: servir a Dios y difundir y conservar la fe católica; el buen gobierno y administración de justicia y el buen trato de los indios.
Estos fines no son hipócritas enunciados que disfrazan otros objetivos, pues fue constante el empeño de los Reyes católicos y de los monarcas de la Casa de Austria, por encarnarlos en la realidad americana.
La misma geografía al mostrar el itinerario de las corrientes colonizadoras y la fundación de ciudades mediterráneas, prueba que se trató de una esforzada empresa pobladora y no de una mercantil política de factorías.
Sin duda alguna, el Estado de ese tiempo se encuentra al servicio de la Nación histórica; pero esto se desdibuja en el siglo XVIII con los Borbones, una dinastía extranjera, en cuya sangre no palpita la fidelidad a las tradiciones nacionales.
Ricardo Zorraquín Becú afirma “que fue la propia monarquía, al adoptar las ideas de la ilustración, la que rompió con los fundamentos tradicionales en que se apoyaba. Al desvincularse de la religión, y al acentuar su propio absolutismo, destruyó las bases seculares de su imperio… las ideas que habían forjado su antigua grandeza y tuvo que caer en el absolutismo para mantener por la fuerza lo que hasta entonces era producto del acuerdo, el consentimiento y la adhesión espontánea de los habitantes” [1].
Aquí, por primera vez en nuestra historia, aparece un Estado enfrentado con la Nación, un Estado que destruye la armonía de los grupos sociales e instaura el centralismo para mantenerse.
Roberto Marfany señala que “el proceso histórico que conduce a la Revolución de Mayo se inicia en Buenos Aires a fines del siglo XVIII como reacción contra el desorden administrativo convertido en un verdadero sistema de gobierno. [2] El buen gobierno se había transformado en corrupción y despotismo, la administración de justicia en el triunfo del entuerto y las autoridades de Madrid eran cómplices de tanta arbitrariedad al desoír los reclamos locales.
En este contexto hay que entender el rechazo de las invasiones inglesas y la Revolución de Mayo, pues en ambas se afirma la hispanidad. Es la lucha de los hijos de esta tierra por conservar y acrecentar el patrimonio recibido.
Así lo expresa Carlos Obligado en el poema antes citado [“Patria”]:
“La Madre, exhausta ya de tan fecunda,
se enajenaba allá por la pendiente
de extranjerismo y deserción profunda;
Y esta futura patria, ya inminente,
ya una fuga de herejes dió la espalda
al cintarazo de su rayo ardiente;
Bajo el precoz laurel que la enguirnalda,
principios y heredad, almas y anhelos
quiso salvar para la roja y gualda…
Mas, remoto el solar de los abuelos,
He aquí el suelo natal. Y aquí es la hora de
Otra, blanca y azul como los cielos” (Canto IV).
Ante la metrópoli dominada por los invasores, Cornelio Saavedra afirma la decisión “a no ser franceses” y años después en Tucumán, se declara en forma solemne la independencia, no sólo de España, sino de toda otra dominación extranjera.
Desde entonces la lucha continúa con renovados bríos, entre aquellos para quienes la Argentina es irrevocable y debe crecer a partir de sí misma, renovando la fidelidad a su origen y a su destino; para los que existe un bien común nacional que se extiende a lo largo de los siglos y que no es patrimonio de una generación, que sólo es depositaria con deber de acrecentarlo y transmitirlo; bien común que por lo tanto no puede quedar sujeto a mayorías circunstanciales; y aquellos que quieren romper con el pasado y sustituir la sabiduría de los siglos por las construcciones ideológicas que segregan sus cerebros, para planificar en este mismo suelo, o en lo que quede de él, otro país, un país donde los argentinos seamos extranjeros.
Es la lucha entre quienes afirmamos los valores religiosos, la primacía de lo espiritual, el respeto del hombre concreto creado cada uno a imagen de Dios, la familia, el federalismo, la subsidiariedad y la república contra quienes sostienen el laicismo, el materialismo liberal o marxista, la reducción del hombre a un número, a un átomo aislado en el marco de un Estado al que caracterizan el centralismo, el democratismo y la irresponsabilidad.
MONTEJANO, Montejano (h.): Familia y Nación Histórica. Bs. As., Cruzamante, 1986, 58-61.
Notas:
[1] “La organización política argentina en el período hispánico”, Ed. Emecé, Buenos Aires, 1959, págs. 302 y 303.
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