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martes, abril 6

"Si ustedes lo permiten".



Nos reunieron y un general inglés nos dijo dos hermosas frases: “Mañana serán embarcados para ser devueltos a su Nación en un Puerto neutral” ."..eso, si la Fuerza Aérea Argentina lo permite" –añadió con una sonrisa. El orgullo me hinchó el pecho.


Texto: CARBALLO, Pablo Marcos: Halcones sobre Malvinas. Bs.As., Cruzamante, 1985 (2º Ed.), Cap. XIX.



“SI USTEDES LO PERMITEN”



Por la noche el cañoneo de las fragatas, en el día los bombardeos de los Vulcán, en el suelo la humedad permanente y en el cielo los Harriers los buscaban; pero los Pucará seguían saliendo, volando hasta en los días en que “ellos” no podían hacerlo; fiel y leal como un caballo criollo.



RELATA: Primer Teniente CRUZADO “GATO” (Piloto de PUCARA).



El peligro era constante, pero cuando yo realmente me sentía indefenso, era en los momentos previos a poner mi avión en marcha, mientras me ataba y veía inconscientemente como una película que me retrotraía al 1º de mayo; cuando dos buitres oscuros, con sus alas plegadas y bajas, dejaron un reguero de destrucción y muerte con sus bombas prohibidas. El Teniente DANIEL JUKIC y los Suboficiales que prestaban apoyo a su Pucará, quedaron para siempre en la pista de Ganso Verde.


Despegué como numeral del Primer Teniente MICHELOUD, para brindar apoyo a Darwin, que se resistía a caer.


Nuestro blanco se encontraba al norte de la Base.


Entramos por el sur del Estrecho San Carlos, virando luego hacia la derecha, dentro de la Bahía de Ruiz de Puente, poniendo luego rumbo sur. Esa era la zona.


Algo se movió, y la tierra pareció cobrar vida, misiles, munición trazante, explosiones y todos parecían venir hacia mi avión.


¡No debía desconcentrarme!, lancé una salva de cohetes que dieron en medio de ellos; por mis auriculares (audífonos del casco), escuché al “CONDOR” que gritaba: ¡¡¡Buena puntería, ese es el lugar, continúe tirando!!!.


Nuevamente apreté el disparador, viendo una jauría de cohetes que se perseguían hasta el blanco; cuando de pronto, comencé a sentir como martillazos que sacudían una y otra vez a mi avión.


Una luz, una explosión y en el panel de instrumentos que se encontraba a mi derecha, dentro de la cabina, comenzaron a saltar chispas para todos lados, como fuegos artificiales. Escuché un ruido, como el que producen las brasas bien prendidas, y vi en mi carlinga (burbuja transparente que cubre la cabina) que se astillaba en mil pedazos, y entre el humo, penetró el aire helado.


Yo volaba a 10 metros del suelo. De un palancazo (los aviones de combate se pilotean con una palanca y no con un volante) intenté virar hacia la izquierda intentando esquivar esos puntos dorados que me buscaban, pero mi avión siguió volando en línea recta ¡Estaba sin comandos!


Mis manos volaron hacia la manija de eyección (sistema que automáticamente saca al piloto con su asiento de dentro del avión y luego abre el paracaídas). Ya nada podía hacer, estaba muy bajo, sin poder dominar a mi máquina, y sentía a la muerte muy cercana, pero no tenía miedo y estaba muy tranquilo.


Sentí una aceleración tremenda, no me desmayé, y el impacto del aire helado me dejó sin respiración. Vi hundirse entre mis piernas a los restos de mi avión, del que quedaba sólo la mitad, al que todavía le seguían tirando con todo lo que tenían;.... evidentemente, les había hecho mucho daño.


No recuerdo cuando se abrió el paracaídas, sólo se que de pronto sentí el impacto contra el suelo (dicen los que me vieron saltar desde las líneas propias, que se terminó de abrir a sólo 30 metros del suelo).


Sabía que había caído entre ellos, intenté correr, me enredé en el paracaídas y volví a caer, ya estaba rodeado, vi las bayonetas caladas y pensé: ¡”Gatito” a poner las cuentas en orden con el Señor, porque te llegó el momento!.


Un grito, una orden, y me despojaron de mi equipo de supervivencia, mi revólver, mi cuchillo y a empujones me llevaron a la retaguardia, yo no tenía ningún apuro, pero ellos evidentemente estaban apurados y asustados.


Un cañonazo criollo pegó muy cerca y me sentí arrojado al suelo mientras me cubrían la cabeza con un casco.


Al anochecer me llevaron con un grupo de prisioneros Argentinos; muchos estaban heridos.

Yo tenía solamente una camiseta, el buzo de vuelo y mi campera, más una preciada y corta bufandita, de esas que nos enviaban las mujeres Argentinas para aliviar nuestro frío, a la que yo cuidaba como un tesoro.


Estábamos a la intemperie.


Esa fue la noche más larga de mi vida, el frío era terrible y tenía miedo que se rompieran mis dientes por la forma en que castañeteaban.


Los lamentos de un herido me penetraban el cerebro y las piernas se me empezaron a congelar.


Le pedí a uno de los nuestros que intentaba dormir junto a mí si podía acostarse sobre ellas y así lo hizo; me sentí algo mejor.


El viento implacable nos aplastaba contra el piso húmedo, mientras las estrellas, frías y lejanas, brillaban sobre nosotros.


Al fin, una claridad tiñó el horizonte, mientras yo agradecía la luz y a ese camarada que quizás había salvado mis piernas.


El herido había dejado de sufrir.


Preguntaron quienes estaban en condiciones de caminar, inmediatamente me puse de pie, aunque tenía un golpe muy fuerte y una torcedura en una pierna, pues prefería el dolor al frío, pero me hicieron sentar nuevamente, mientras trataban de hacerme entender que vendría un helicóptero a buscarme.


Hacia ya más de un día que no comía, pero no sentía hambre; el frío, el dolor, la falta de sueño, el saber que mi familia no sabía nada de mí, me habían deprimido bastante.


Cuando llegó el helicóptero me llevaron a empellones y me subieron, demostrando apuro y nerviosismo. Evidentemente temían un ataque de los Pucará.


Antes de subir, uno de los soldados me quitó la bufandita y no sé por qué, me sentí desprotegido.


El frío me penetraba hasta los huesos, quedé tirado junto a la puerta abierta mientras un inglés me apuntaba con su fusil. De pronto, el piloto se dio vuelta y me arrojó un paquete de caramelos, mientras me hacía señas de que me acerque más a la cabina, hasta donde no llegaba el viento helado. Dos o tres minutos después, dormía profundamente.


Llegamos a San Carlos, antes de descender me cubrieron con una capucha la cabeza, e inmediatamente me llevaron a una sala para ser interrogado; un hombre de apellido García, servía de traductor. Me preguntaron sobre nuestras defensas y cantidad de tropas y aviones, no les dije nada, aunque me di cuenta de que no les hacía falta, estaban muy bien informados. No me forzaron a hablar.


García me preguntó como me llamaba y a partir de ese momento comenzó a llamarme por el nombre.


Cuando salíamos del local, sonó la alerta roja y, cuando no podía verlos, escuché las explosiones y el ruido de nuestros aviones que atacaban.


García me empujó contra algo que se parecía a un terraplén mientras me cubría la cabeza con un casco.


Pasado el peligro, me llevó a otro lugar y me dijo que se ausentaría por unos días. Cuando él se fue, el trato cambió, me hicieron colocar sentado con las piernas cruzadas, las manos en la nuca, y un soldado inglés a mi lado que me obligaba a permanecer con el torso erguido.


La debilidad, el frío, los músculos adormecidos y el dolor de mis golpes eran terribles. Así permanecí horas, con mi verdugo al lado. En un momento dado me caí hacia atrás, golpeándome muy fuerte en la cabeza; lo que los asustó un poco.


Vino un médico que me tomó el pulso y me sacó de esa situación.


Cuando volvió García y me vió tan desmejorado, me preguntó: -Miguel ¿quién te ha hecho esto? – a lo que yo contesté: - “No sé cómo quiere que sepa con esta capucha negra”.


Aparentemente sentía afecto por mí, pues cuando advertía que mi ánimo estaba algo decaído, me preguntaba: - ¿Cómo estás Miguel? – y me palmeaba la espalda.


Tiempo después, junto con otros oficiales de la Fuerza Aérea Argentina, cuya compañía me terminó de recuperar, fuimos llevados al “SIR GERAINT”, en el que vivimos algo mejor.


A su bordo fuimos trasladados al centro de la flota para reabastecerse de combustible. Realmente era imponente la cantidad de sofisticadísimos buques de guerra allí reunidos, e interiormente sentí una profunda satisfacción al saber que esa poderosa flota temía y respetaba nuestros aviones.


Luego volvimos hasta San Carlos, en donde permanecimos hasta el 11 de junio, si mal no recuerdo.


Mi mayor preocupación era que mi familia hacía más de 15 días que lo único que sabía de mí era que había desaparecido en combate, y yo sentía la tremenda impotencia de no poder gritarles ¡Estoy vivo!.

Nos reunieron y un general inglés nos dijo dos hermosas frases “Mañana serán embarcados para ser devueltos a su Nación en un Puerto neutral” ...eso, si la Fuerza Aérea Argentina lo permite –añadió con una sonrisa. El orgullo me hinchó el pecho.


Comíamos durante la navegación una comida diaria, pero súbitamente el menú cambió, hasta helado nos dieron. No me explicaba la razón hasta que nos encontramos en la Cruz Roja Internacional y todo se me hizo claro, querían quedar bien ante el resto del mundo.


Dos días después desembarcaba en el Uruguay y corría a un teléfono para decirle personalmente a mi querida esposa que su pesadilla había terminado.

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