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lunes, abril 12

El Perro.


“No sé rendirme: después de muerto hablaremos.”

Sargento Mario Cisnero.


MANSILLA, Alberto: Argentina tiene Héroes. Cinco semblanzas de la Guerra de Malvinas. Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2003, Cap. IV.


Alrededor, dos cadenas de sierras pampeanas; al este la famosa cuesta del Portezuelo; al oeste el Ambato imponente de 4500 metros, y al norte las estribaciones que van a dar a Tucumán por el cañón del Paclín. Al sur los llanos semidesérticos de La Rioja.


Viento incesante. Clima seco –mucho más entonces que ahora- vegetación rala salvo cerca de los ríos del Valle y el Tala, que encierran la ciudad al oriente y al occidente, respectivamente.


Vida tranquila, sin sobresaltos, a pleno sol, a paso lento, a pura siesta de mediodía hasta las seis de la tarde. Vida tranquila pero dura, como en muchas partes del noroeste. Casi siempre angosta y un poco chica, como el valle. Y a veces grande, imponente, firme como de piedra. Como los cerros azules de Catamarca.


En esta parte de la Argentina, durante el año 1956, nació Mario Antonio Cisnero. Octavo fruto de un matrimonio catamarqueño que aún traería dos hijos más a este mundo. Cinco hermanas, y dos hermanos lo habían precedido, pero de todos ellos, era el único que desde pequeño comenzó a sentir el llamado de las armas.


Comenzó a demostrar pequeñas manifestaciones de su vocación, como la que sigue: el Regimiento de Infantería 17 hacía instrucción en un campo cercano a la casa de los Cisnero. Naturalmente, como era de costumbre en aquella época, la unidad salía de su asiento precedido por la banda que tocaba las correspondientes marchas militares. Todo esto sin saber que tenían un pequeño e infaltable espectador: Mario Cisnero, que se escapaba de su casa cuando escuchaba los sonidos castrenses.


Otra vez, con más edad, ya adolescente, una pequeña patota tuvo la mala idea de molestarlo. Eran varios y más grandes que él, pero temerariamente los corrió a tiros de un (vulgarmente llamado) “matagatos” que poseía. Por eso hubo que ir a sacarlo de la comisaría. Con todo, para esa edad ya cursaba los primeros años de la escuela secundaria; manteniendo en ella su carácter inquieto e indisciplinado. Pero iba madurando la idea de seguir la carrera de las armas.


Paralelo a esto, había asentado una firme vida religiosa que no había interrumpido nunca.


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En 1971, decidió entrar a la Escuela de Suboficiales. Rindió el ingreso y se incorporó –previo permiso del padre- en 1972. Entonces se repitió la historia: el humilde provinciano que vino al gran urbe acompañado de su madre, cargado de ilusiones y dispuesto a conquistar el universo.


Entre su sueño estaba el de ser infante. Le pareció que ésta era el arma más combativa. Lo consultó con su hermano Héctor que acababa de hacer el servicio militar en el Regimiento 17, y éste le contestó que era la mejor elección.


La época de aspirante no tuvo más que las características comunes.


Al principio se alojó con un tío en el Barrio de la Boca; luego compartió una habitación de hotel con su hermano en Avellaneda. Siempre alegre y entusiasta, parecía no pasar malos momentos. Era muy querido por sus compañeros y, a la vez, muy apegado a la familia.


Cuando viajaba a su provincia se preocupaba por predicar la unión familiar apoyándose en la oración conjunta y en el pilar de su hogar: su madre, por la que tenía especial predilección.


En su vida privada era muy reservado; en sus aspectos formales, sobrio y discreto.


Tal empuje, alegría y esfuerzo, se vieron coronados en diciembre de 1973, cuando egresó como cabo.


De allí, del Instituto de formación de suboficiales, fue a realizar el curso de perfeccionamiento a la Escuela de Infantería.


A partir de abril de 1974, fue destinado al Regimiento de Infantería Aerotransportada 2 en donde consiguió la aptitud de paracaidista y pasó a integrar la escuadra de pentatlón de la unidad.

Se destacaba siempre en toda actividad que exigiera esfuerzo y a través de éste daba siempre un gran ejemplo.


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Pero eran tiempos difíciles para la Patria. Transcurrían los años de la Guerra contra la Subversión. En las cartas a su hermano Héctor guardaba un gran silencio sobre los datos que pudiera dar, pero ya se quejaba –a pesar de sus pocos años de experiencia- de este Ejército que no hacía de la Guerra un Combate por Dios y por la Patria. Aunque sentenciaba en confianza: “quedarán ellos o quedaremos nosotros”.


En 1976 es ascendido al grado de Cabo 1ro. y con esa jerarquía participó de algunas operaciones de su unidad en Tucumán.

Al año siguiente hizo el curso de comandos y con éste se inició la mejor etapa de su vida. Se sentía muy cómodo entre estos solados y comenzó ese especial espíritu de cuerpo que poseían. Sus cualidades son también reconocidas por sus superiores, porque a fines de aquel mismo año 1977, le salió el pase a la Escuela de infantería, con asiento en Campo de Mayo.


Allí formó parte de la primera subunidad de comandos y se desempeñó como instructor de comandos y paracaidistas durante tres años.


Tejió pacientemente –sin proponérselo- por esos años su fama de “duro”. No inventaron esto; era exigente consigo mismo y, en la misma medida, con el personal a sus órdenes. Porque esto fue lo que soñó Mario Cisnero para su milicia: un estilo de vida donde el sacrificio, la exigencia y las pruebas materiales y espirituales fueran cotidianas.


Por esta misma época nació el “Perro” Cisnero. Ya no era el mismo suboficial egresado de la Escuela Cabral. Ahora se había convertido en un militar que instruía tropas especiales y que se destacaba entre ellos por sus condiciones y autoexigencias; un soldado que preparado para la guerra comenzaba a sentirse incómodo en un ejército demasiado habituado a la paz; un guerrero que-como tal- entendía las falencias de nuestras Fuerzas Armadas.


En 1979 fue designado para hacer el curso de comandos en el Perú y a fin de ese año fue ascendido a Sargento.


Pero todo esto no conformaba aún a Cisnero.


Siguió buscando una mayor capacitación profesional. Así es que probó con el ingreso a la Escuela de Inteligencia.


Durante todo el año 1981 estudió en dicho instituto y a fin del período egresó como técnico en Inteligencia. De paso fue reconocido por sus camaradas como el mejor compañero.


Luego lo mandaron destinado al Destacamento de Inteligencia 161 de Santa Rosa, La Pampa.


Y allí comenzó el año 1982.


Mario Cisnero desarrollaba su nueva especialidad con una inefable inquietud. Porque no estaba cómodo con su actividad. Lo había buscado tratando de capacitarse más. Conseguido esto, se dio cuenta de que no era suficiente. Su espíritu y su cuerpo le pedían batallas.


Una vez más –como en otros hombres de armas- el instinto de la guerra se puso en funcionamiento. Era una fiera acorralada: parecía una semilla aprisionada que pugnaba por transformarse en planta y en árbol; asemejaba a una corriente de agua que luchaba por abrirse paso hacia el mar.


Atrás había quedado el simple hombre. Había madurado su vocación, entendido su misión y velado las armas. Era ahora un guerrero.


Restaba esperar.


Amanece en la Argentina el 2 de abril d 1982.


Al habitual movimiento de los astros se suma el sacudimiento del alma nacional. La Patria sale de un prolongado letargo y parece un gigante que se levanta de un largo sueño y que no sabe al principio cómo encauzar sus fuerzas. Aunque no tarda en lograrlo y entiende, de pronto, que tiene entre sus manos una gran causa por la cual vale la pena empeñar el presente. Porque esto asegura tener un futuro.


El Sargento Cisnero se presenta a su jefe en La Pampa. Le pide ser enviado inmediatamente al Teatro de Operaciones. Pero todo está muy verde todavía y no se le puede dar otra respuesta que la negativa. El Sargento obedece. Con santa envidia, claro está, por sus camaradas movilizados. Con ansiedad porque parece que la oportunidad se le escapa de las manos. Allí está: su Ejército marcha a Malvinas para combatir. “Les presentaremos batalla…” dijo el Comandante en Jefe; también “cuatro, cuatro mil o cuatrocientos mil…” y él en Santa Rosa.


Piensa en cada momento qué puede hacer desde su lugar por la Patria. Decide entonces donar el 50 % de su sueldo para el Fondo Patriótico e insistir en que se lo incluya entre el personal movilizado. Nuevamente le contestan que no.


Mientras tanto los días transcurren y el conflicto comienza a desarrollarse el 1º de mayo. Nuestros combatientes comienzan a resistir. Y otros soldados acá se desesperan por compartir el sacrificio.


El viernes 21 de mayo, en el Comando en Jefe del Ejército, en la Jefatura del Estado Mayor, ocurre un hecho importante:


“Llegó el viernes 21, y poco antes del mediodía se hallaban reunidos Minicucci y Rico en el despacho de León, antesala de la entrevita con Vaquero. Conversaban de los que les interesaba, cuando se presentó el otro ayudante del Jefe del Estado Mayor, Teniente Mugnolo, cuya rapidez en el actuar venía facilitar las cosas. Puesto que, participando del tema, se puso en claro, y sin vacilar ni consultar a ninguno de los presentes, se metió en el escritorio contiguo y presentó el hecho ya consumado:”


“-Permiso mi general. Está afuera el jefe de la Compañía de Comandos 602”.

“Vaquero se encontraba con el General Podestá, Jefe de la División Personal, ignorantes ambos de la reunión vecina. El Jefe de Estado Mayor, asombrado, porque todavía no había recibido propuesta alguna, preguntó quién era y ante la aclaración de su ayudante Mugnolo, ordenó que pasara Aldo Rico”.


“-¿Puede usted juntar veinte comandos para mandar a Malvinas? –tanteó el General Vaquero, con la primitiva idea de los reemplazos, y no tratando aún de refuerzos”.


“-Podemos reunir cuarenta y formar otra compañía, -repuso Rico. Vaquero, marchando ya sobre este proyecto, volvió a inquirir cuánto tiempo tardaría en reunirla. La respuesta fue inmediata:”


“-Lo que tardemos en traer al personal de las distintas unidades del interior”.


“El Jefe del Estado Mayor hizo a Rico otra pregunta indispensable:”


“-¿Y con qué la remontamos?”.


“-Con el equipo individual de Intendencia que dispone la Escuela Militar de Montaña de Bariloche, y demás equipos disponibles en la Escuela de Infantería”.


“-Listo Rico, haga. Empiece a organizar la Compañía”.


“Todo había sido previamente concertado por el Mayor Ángel León actuando de elemento aglutinante; y Rico salió del despacho convertido en el Jefe de la Segunda Compañía de Comandos”. [1]


El Mayor Rico pone manos a la obra. Pide equipos a la Escuela Militar de Montaña, coordina con el Coronel Minicucci el alojamiento de los comandos en la Escuela de Infantería, trata de conocer un poco más de la situación militar en el teatro de operaciones y comienza a convocar –por radiograma secreto y en clave- a los hombres que necesita y que están en el interior.


Uno a uno salen los mensajes a distintos puntos del país. Córdoba, San Juan, Mendoza, Salta, Tucumán… Santa Rosa.


Silencio y oscuridad en la habitación del “Perro” Cisnero. Es muy tarde ya y no puede conciliar el sueño pensando en la guerra. Las horas de la noche se han transformado en un largo suplicio del insomnio. Es que los verdaderos hombres de armas forman una jerarquizada hermandad en donde los sufrimientos de uno son los de todos. Y por eso, la lejanía de las islas no lograba más que aumentar sus padecimientos.


No soporta más la cama. Las sábanas están demasiado tibias mientras que la turba es demasiado fría. Se levanta. Se coloca las medias blancas, la camisa verde, el pantalón de combate, los borceguíes. Va al baño. Se lava, peina y cepilla los dientes. Vuelve. Se coloca el pullóver y la chaquetilla de combate. Se ajusta los borceguíes y se encastra el cinturón. Mira la hora: la una de la mañana en punto. Ya está listo. ¿Listo para qué? No sabe la razón, pero está listo. Toma su silla y se sienta frente a la pequeña mesa de la que dispone en su cuarto. Abre la libreta de anotaciones en una hoja al azar y lee la frase que más le gusta:


“Mi respuesta: No sé rendirme. Después de muerto hablaremos”.


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