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domingo, marzo 14

Nuestro homenaje a Don Juan Manuel de Rosas a 133 años de su muerte. ¡Honor y gloria!


Algunos de sus detractores suponen que debió vivir sus últimos años atormentado por los remordimientos que debieron causarle las tremendas responsabilidades que asumió. Pero es porque olvidan que ellas le fueron impuestas, y no buscadas por él. Otros de sus contemporáneos, como Cavour o Bismark, se hallaron en casos peores: el primero no tuvo tiempo de sufrir remordimientos, porque murió apenas logrado el éxito, pero estuvo a punto de suicidarse, cuando no lograba que Austria le declarase la guerra; el segundo, sí –según su propio testimonio-, pues perdía el sueño al recordar que con sus procedimientos arteros había mandado centenares de miles de jóvenes a la muerte.


Rosas, el nacionalista.*


Hace cien años [1877-1977] moría en Southampton, Inglaterra, don Juan Manuel de Rosas, derrocado un cuarto de siglo antes, luego de una larga dictadura, más corta sin embargo que su prolongado destierro en el extranjero. Este primer hecho que salta a la vista, en el momento de recordar un centenario que sin duda será tan controvertido como todo lo que se refiere al personaje, es un primer indicio acerca del hombre. Raros son los gobernantes depuestos del más alto rango temporal que hayan sobrevivido tan largo tiempo a la pérdida del poder, con sus tremendas dificultades y sus indudables granjerías. Entre sus contemporáneos, Luis Felipe –su adversario- y Napoleón II –su imitador- no soportaron más de dos años la pérdida de sus coronas. Cierto, ambos murieron septuagenarios, y alguno de los dos, como Napoleón el Pequeño, bastante enfermo desde antes de su caída. Pero el gran Napoleón cayó joven, a los 46 años; y si tuvo desde temprano una enfermedad al hígado, mucho más grave fue la repugnancia por la especie humana que le causaron dos abdicaciones.


¡Qué diferencia con la actitud de Rosas en circunstancias similares! En vez del odio y la execración a sus vencedores, a sus parientes, a sus más fieles seguidores y al mundo entero, demostró una benevolencia pocas veces vista en un vencido, respecto de quienes le habían sucedido en el poder. Constante preocupación por la suerte de la humanidad, por la necesidad de organizar una sociedad de naciones. Utopía. Sin duda. Pero cuán superior esa actitud a la del gran corso, dedicado exclusivamente, durante los seis años de prisión en Santa Elena, a transformar el sentido de su experiencia, a sublimar su figura de Dios de la guerra en el arcángel de la paz, a persuadir –como lo pudo- que el mayor déspota de todos los tiempos merecía ser el paradigma de la libertad.


Pero en esta oportunidad, más que esos fuegos turnantes de la opinión acerca de los personajes históricos, nos interesa apreciar la obra positiva del que nos ocupa en este momento. Ella fue, según consenso casi universal de panegiristas y detractores, la unidad del país. Tal resultado pudo ser el fruto de la resistencia obstinada opuesta a las agresiones externas e internas –por lo general combinadas unas con otras-, por un hombre dotado del más elemental sentido de responsabilidad para conservar intacta la carga que un pueblo le había confiado. Pero en Rosas hubo algo más que ese empirismo del gobernante más mediocre.


Desde muy temprano, al verse enredado en los compromisos de la política, mostró un sentido del Estado, rarísimo entre sus contemporáneos, y más aún en sus próximos y remotos sucesores. La carta del 10 de agosto de 1831 a Vicente González, sobre las facultades extraordinarias, revela neta superioridad, en la materia específica a que se refiere, sobre los pseudointelectuales de la época, ahítos de ideología y racionalismo.


Pero más valioso que eso fue la temprana comprensión de los intereses fundamentales de la nación en el concierto del mundo. En el arreo de las vacas a Santa Fe para compensar la provincia hermana las pérdidas que le habían ocasionado los atracos de los directorales, el joven Rosas asiste a las negociaciones de Estanislao López con los representantes del Cabildo de Montevideo, que pedía ayuda argentina para sacudirse el yugo portugués. Su comprensión del problema es inmediata. Desde entonces se ocupa en preparar la liberación de la Banda Oriental, ayudando a los patriotas uruguayos que, pese a las negativas de los rivadavianos y a las vacilaciones del caudillo santafesino, preparan la insurrección que había de estallar triunfante en 1825 con los famosos 33 Orientales.


No se ha investigado debidamente cómo encaraba la clase dirigente rioplatense, que había tendido fija la mirada en la frontera del Atlántico, que había recuperado varias veces la Colonia del Sacramento –para perderla otras tantas por culpa de la Corona-, que arrancó a ésta la fundación del virreinato, las renuncias de los porteños netos a los territorios de las provincias que no se les sometían incondicionalmente. Pero es de suponer que no toda esa clase que había acaudillado la revolución por el gobierno propio y la independencia estaba conforme con las desmembraciones territoriales. La abdicación entre Bolívar en el Alto Perú después de Ayacucho había dejado estupefacto al propio Libertador del Norte. La renuncia a la Banda Oriental amenazaba repetir los garrafales errores de los comisionados Alvear y Díaz Vélez en el Altiplano. Las voluntades particulares, en el caso de los 33 Orientales, se impusieron a la apatía de los poderes públicos y provocaron la guerra con el Brasil, que por lo menos evitó la incorporación de lo que los portugueses llamaban provincia cisplatina al flamante imperio fundado en Río de Janeiro.


La amistad que Rosas trabó con Lavalleja desde aquella época fue entrañable, y no habrá ejercido poca influencia en la que luego de varias dificultades había de ligarlo con Manuel Oribe. Aunque en ninguno de los dos casos, el caudillo porteño dejó que sus sentimientos personales se sobrepusieran a las exigencias de sus deberes públicos. En los conflictos iniciales del Estado oriental, no influyó a favor de don Juan Antonio en contra de Rivera. Al producirse la ruptura entre Rivera y Oribe en 1837 tampoco se dejó guiar por sus inclinaciones personales en favor de uno u otro de los dos rivales. Pero al intervenir Francia en el Uruguay, para asegurarse una base contra Rosas en su conflicto de 1838, el encargado de la Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina reconoció a Oribe, derrocado por los marinos galos, como presidente legal del Uruguay. Se interponen esta vez, no únicamente los franceses, sino también los ingleses. La acción de la fuerza argentina no era consentida por las potencias marítimas europeas. Rosas hace caso omiso de la intimación que le formulan los agentes anglofranceses. Y el conflicto se encamina a la intervención anglo-francesa conjunta contra la República Argentina. Esa intervención no había sido resistida por ningún Estado en ninguna parte del mundo. Ocurrió aquí lo único, lo insólito. Las fuerzas anglo-francesas que se repartieron el globo en el siglo XIX, y crearon dos de los mayores imperios conocidos, fracasaron ante Rosas.


Vencedores argentinos y orientales en Arroyo grande, en 1842, pasaron al Uruguay, contra la voluntad europea; y desde entonces Oribe se reinstaló en su presidencia legal, al frente del ejército oriental, auxiliado por 10 mil soldados argentinos. Imposible seguir en poco espacio las negociaciones de los Estados rioplatenses con los poderes europeos, con el afán de éstos porque dichos auxiliares argentinos se retirasen de la Banda Oriental. Nada lograron, hasta el pronunciamiento de Urquiza. Y el hecho singular que caracteriza el gobierno de Rosas, es que durante diez años el caudillo mantuvo 10 mil hombres armados en la Banda Oriental para amparar los intereses argentinos y uruguayos, contra las pretensiones brasileñas o europeas, o contra ambas combinadas. Ningún otro gobernante argentino hizo semejante demostración de fuerza, para negociar al mejor estilo diplomático, en la medida de las armas que se dispone. Si a ello se agrega que la ayuda se prestó con una generosidad incomparable, sin compensación alguna, sin el menor compromiso de reciprocidad para el que la recibía, el cuadro quedará completo.


Sin duda, la agresión exterior es el mejor aglutinante para un país en trance de unificación nacional. Pero Rosas agregó a ese factor que debió enfrentar, luego de hacer lo imposible por evitarlo, una habilidad política que ya había mostrado desde el comienzo de su carrera en el manejo del partido que le tocó acaudillar, y de la empresa que le permitió crear la Confederación Argentina. La recomposición del poder central, por medio de precedentes consentidos por las provincias, es una obra maestra práctica. La letra de los decretos por los cuales recreó las facultades de un Poder Ejecutivo nacional, deshecho en la guerra civil se puede rastrear en la constitución de 1853.


Algunos de sus detractores suponen que debió vivir sus últimos años atormentado por los remordimientos que debieron causarle las tremendas responsabilidades que asumió. Pero es porque olvidan que ellas le fueron impuestas, y no buscadas por él. Otros de sus contemporáneos, como Cavour o Bismark, se hallaron en casos peores: el primero no tuvo tiempo de sufrir remordimientos, porque murió apenas logrado el éxito, pero estuvo a punto de suicidarse, cuando no lograba que Austria le declarase la guerra; el segundo, sí –según su propio testimonio-, pues perdía el sueño al recordar que con sus procedimientos arteros había mandado centenares de miles de jóvenes a la muerte.


Su tranquilidad de espíritu en la vejez queda explicada en la entrevista con los Quesada, padre e hijo, en 1873. Esa visión de sí mismo como un condenado a galeras, que el anciano Dictador les dio a los dos porteños adversarios suyos, será siempre aceptable para todo investigador que haya compulsado en los repositorios documentales del país la masa de papeles manuscritos que Rosas dejó en los archivos públicos, como prueba de que ningún otro primer mandatario dedicó tanto de su tiempo como él al examen de los asuntos que le tocó dirigir.


El Estado argentino está aún en deuda con el gobernante que desarrolló esa extraordinaria labor. La derogación de la ley que lo había condenado como traidor y ladrón, no basta. Todavía no se ha producido un hecho equivalente al que produjo Luis XVIII a poco de restaurarse en el trono, cuando ordenó a uno de sus ministros, el señor De Serre, declarar en el Parlamento que la convención que había decretado la muerte de su hermano había salvado a la nación en Valmy. El Combate de Obligado y el rechazo de la intervención anglo-francesa conjunta no desmerecen en nada, en comparación con aquel hecho que Goethe dijo trascendente en la historia universal, la noche en que ocurrió. Ningún otro país del mundo aceptó con éxito semejante desafío. El país ganaría mucho agradeciéndoselo a quien tuvo la osadía de tomar aquella decisión. ¿Podría volver a encontrar el camino de las grandes empresas, que no se halla tanto en lo materia como en lo espiritual y, en política, en la voluntad esclarecida? Cuando en 1916 Zeballos dijo en el Congreso que al resistir la intervención anglofrancesa toda la fuerza del país residía en la voluntad, no ignoraba la fuerza argentina de entonces. Quiso decir que la mayor fuerza mundial, mal manejada, nada significa, pero que, en cambio, bien manejada, puede aspirar a lo más alto.


* Irazusta, Julio. De la epopeya emancipadora a la pequeña Argentina. Buenos Aires, Dictio, 1979.


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