por
Ernesto Palacio *
El
más conocido de los sofismas con que se pretende justificar la coalición que
triunfó en Caseros consiste en afirmar que la eliminación de la dictadura y la “organización”
del país eran una condición ineludible del Progreso, atribuyéndole a esos
hechos nuestro indudable crecimiento ulterior, por el aporte inmigratorio y la
construcción de ferrocarriles.
Hemos
visto que la dictadura fue una imposición de las circunstancias, para frenar la
anarquía y las tendencias disgregadoras. Quien conozca el abecé de la ciencia
política y no se pague en palabras huecas, ha de saber que el rigor de los
gobiernos es directamente proporcional a la intensidad de las tensiones que
deben dominar. A esta ley no escapó el de Rosas, que se había atenuado en los
últimos años hasta el punto de permitir la vuelta sin molestias de los
emigrados, aun de los más comprometidos. Ni tampoco la de sus adversarios
liberales, que supieron menudear, cuando le fue preciso, con estado de sitio o
sin él, los fusilamientos, los destierros y las prisiones.
Lo
que se sabe hoy a ciencia cierta es que ni la dictadura, ni la guerra civil, ni
los bloqueos, impidieron que la Argentina progresara durante el gobierno del
Restaurador, en la medida en que lo permitían las condiciones de la época y a
un ritmo más rápido que el de las otras naciones del continente. La población
subió de 600.000 habitantes hasta casi el millón, en cuyo aumento entró en gran
parte el aporte inmigratorio, lento pero constante. La proporción de las áreas
sembradas en todo el país y la producción de las diversas regiones habían
crecido correlativamente. Las industrias manuales y aún mecánicas se
multiplicaban y prosperaban. Se había iniciado la mestización de los ganados e
introducido el alambrado de los campos y la máquina a vapor. La industria
saladera poseía una flota propia para comerciar sus productos. Muchos
extranjeros, principalmente ingleses, se habían establecido en el campo y
poseían estancias, donde trabajaban al amparo de la ley y el orden. Venían a
aportar su esfuerzo al país como huéspedes bien acogidos y no, como más tarde,
en tren de amos y de gerentes.
Es
verdad que ¡no tuvimos ferrocarriles! Pero el ferrocarril apenas se iniciaba en
el mundo.
El primero se había construido en Francia en 1837 y pasaron muchos
años antes que los Estados Unidos construyera el suyo. Era un invento que se
hallaba todavía en la fase experimental. Nada indica que no lo hubiéramos
tenido a su tiempo con Rosas, como lo tuvimos con sus sucesores; aunque es
seguro que en condiciones más favorables para nuestra economía.
Tampoco
se produjo bajo Rosas la gran afluencia de inmigrantes que caracterizó a la época constitucional. Pero ello no se
debió a la supuesta xenofobia del régimen, ni al temor a la tiranía, sino a una
circunstancia ajena al país. No había inmigración, simplemente, porque no se
emigraba. El fenómeno inmigratorio americano no obedeció tanto a la esperanza
de América cuanto a la desesperación de Europa, y empezó a ocurrir en gran
escala a raíz de las crisis de desocupación y las bajas de los salarios
provocados en el Viejo Mundo por la implantación del maquinismo, o sea
alrededor de 1860. Nada indica que no hubiera ocurrido lo mismo bajo el
Restaurador, cuando había garantías de orden y de trabajo cuya ausencia
sentirían cruelmente más tarde los desesperados que se acogían a nuestro hogar.
*
Historia de la Argentina, 1515-1943.
Bs. As., Peña Lillo, 1974, pp. 145 y 146.
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