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viernes, abril 12

Irrisión homicida.


O de las lamentables miserias que pobres y desamparados han tenido que sufrir en estos días en la Ciudad de La Plata, de parte de los malos y de los buenos.




“Nada podemos hacer a favor de la persona que Ud. recomienda.
Nuestro presupuesto de caridad está completo.”

Un profesional de las buenas obras.

por León Bloy ***

Haciendo lo contrario de lo que manda el Precepto evangélico, polvoriento y pasado de moda, la mano izquierda sabe muy bien lo que hace la derecha. Esta da, o simula dar, al son de trompetas, y la otra, colocada junto al corazón, la retiene tanto como puede. Este combate, de resultado nunca dudoso, es lo que constituyen las llamadas fiestas de beneficencia o de caridad y el admirable resultado de esas diversiones que pretenden ser cristianas.

En ellas, el rico se adorna con los despojos del pobre y se divierte fastuosamente, so color de auxiliarle cuando poco faltó para que un cataclismo lo barriese de la vida. Se recauda así dinero, del cual oyen hablar los pobres sin lograr nunca verlo. Hay que contar con la avaricia de innumerables intermediarios, que van multiplicándose a lo largo de esas idas y venidas como los tiburones en la estela de un navío en busca de desperdicios. Hay que contar asimismo con los proveedores de los siniestrados, cuyos almacenes de víveres putrefactos se parecen a las tiendas de los revendedores de adornos funerarios instaladas en los caminos que conducen a los cementerios.

Los terremotos, los incendios o los ciclones hacen funcionar el comercio, para no mencionar las guerras o matanzas asiáticas o europeas, que lo aceleran aún más. Los negocios son siempre negocios, y la especulación es ingeniosa. Es cosa sabida, por ejemplo, que está en manos de un honorable grupo de acaparadores británicos o americanos el decretar un hambre que resulte lucrativa para ellos, en un punto determinado del planisferio. Durante el invierno del 97 al 98, un especulador americano, muy admirado por cierto, para mantener en el mercado mundial el alza del trigo, mandó arrojar al mar, a dos o tres horas de Nueva Cork, setenta millones de hectolitros. Este hombre que de este modo destruía el alimento que hubiese bastado para la población de un imperio, había recibido en el Bautismo o en alguna otra parte, el nombre de José, que significa “guardián del pan”. Por este mismo tiempo, otros que conservan aún sus cabezas sobre sus hombros, han empleado el trigo para alimentar sus locomotoras. Simple cuestión de capitales, de aritmética, de geografía y de estómago.

Después de esto y como consecuencia natural de ello, se organizan fiestas de gala, se hacen iluminaciones, loterías a beneficio de las víctimas teniendo a la vista otros negocios de menos cuantía. Y, en todos los países, las damas se sienten felices por la ocasión que se les ofrece de mostrar sin tabas sus clavículas y sus pechos. Todo el mundo sale ganando menos los hambrientos. En los momentos en que esto escribo, apenas hace dos meses, las ciudades de Mesina y Regio fueron totalmente destruidas. Es cierto, por lo menos probable, que la causa de semejante catástrofe no ha sido una especulación transatlántica; pero las consecuencias son exactamente las mismas. Se han recaudado, dicen los periódicos, sumas inmensas. Nadie sabe a dónde han ido a parar. Cincuenta mil cuerpos humanos continúan pudriéndose debajo de los escombros, esperando poder propagar una peste cuando empiece la primavera; y los que sobreviven están pereciendo de miseria.

La Pastora de la Salette, la profetisa Melania, pensaba que esa irrisión de la caridad que consiste en alargar un pan a los que mueren de inanición, para tomarlo de nuevo con una carcajada van a llevárselo a su boca, esa irrisión que seca los pechos, que asesina a los moribundos, que convierte en lujuria el dolor ajeno y en sentimental voluptuosiodad la desesperación de los demás, es más espantosa que las mismas catástrofes.

A veces, la cosa termina mal. No hace mucho tiempo vimos a personas de la mejor sociedad quedar convertidas, en un instante, en antorchas vivas, dando alaridos en medio de un horno al que nadie se podía acercar –personas que practicaban el bien, ha dicho un imbécil famoso. Con el Evangelio abierto de par en par y puesto en pie, habían construido una alta muralla de bronce para proteger sus placeres, y esta muralla, puesta al rojo, cayó sobre ellos. Fueron necesarias palas y volquetes para colocar a estas personas otra vez en su lecho. Lección completamente inútil para los demás y que de nada aprovecha a los pobres, que seguirán siendo socorridos de idéntica manera hasta que llegue el Día de Dios.

Me imagino que ese día comenzará con un alba de infinita dulzura. Las lágrimas de todos los que sufren o han sufrido habrán ido cayendo durante la noche, tan puras, como un rocío de primavera en el Edén. Después saldrá el sol como una pálida Virgen de Bizancio en su mosaico de oro, y la tierra despertará completamente perfumada. Los hombres, ebrios de gozo y llenos de vigor, quedarán maravillados ante esa nueva aparición del Paraíso de deleites y se levantarán en medio de las flores cantando canciones profanas que los dejarán extasiados. Aun los mismos impotentes y putrefactos sentirán la ilusión de sus deseos de adolescencia. La naturaleza, como agitada con el presentimiento de una Visita inefable, se engalanará con sus mejores preseas y, semejante a una cortesana soberbia, hará ostentación de las joyas con que cautivó a tantos mortales, y se perfumará con aquellos perfumes embriagadores que hacen olvidar la vida.

Nada de cuanto el hombre pueda imaginar igualará la grandeza de ese día, que será el Día del Dios, que llega por fin después de haber sido esperado, durante miles de años, en los ergástulos, en los presidios, en las tumbas, el día de la irrisión que retorna, de la Irrisión grande como el cielo y que el Libro Sagrado llama la Subsanación divina. Se celebrará entonces la verdadera fiesta de caridad presidida por la Caridad en Persona, por el Vagabundo terrible del cual está escrito que nadie conoce sus caminos, que a nadie ha de dar cuenta de sus actos, y que va a donde le place. Será ésta, con toda propiedad, la fiesta de los pobres, en la cual no se les hará esperar ni se les dejará decepcionados. En un abrir y cerrar de ojos, irán a recoger por sí mismos, sin intermediarios, todo aquello, y mucho más todavía, incomparablemente más y para siempre, que los ricos hubieran podido darles divirtiéndose.

Acerca del incendio con que ha de terminar la fiesta, un ninguna criatura, así fuese un arcángel, es capaz de decir ni una sola palabra.

*** León Bloy: La Sangre del Pobre, Cap. XI, Irrisión Homicida.

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