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sábado, enero 16

El hombre liberal frente a la muerte.

En presencia, pues, del hecho inevitable de la muerte, la persona liberal siente el alma invadida por una tristeza infinita. (…) Y en este respecto, la muerte para él es una decepción.



Por Nimio de Anquín *

La persona humana del personalismo actual está frente a la muerte empeñada en no morir, disputa a la muerte los instantes, busca realmente la inmortalidad, pero no allende sino aquende la muerte, de este lado del mundo sensible; no la inmortalidad en Dios sino en el mundo, no en el espíritu sino en la carne. Mientras que la creatura humana se mece entre la eternidad de su origen y la eviternidad de su destino, la persona actual lo hace entre el Ignoramus y el Ignorabimus.

Y en esta doble ignorancia de lo pasado y de lo futuro, expresa no sólo la impotencia del conocimiento natural, sino también la renuncia al orden sobrenatural divino; y se priva así de la beatitud natural que proporciona el conocimiento del Ente, y de la beatitud sobrenatural que asegura el orden de la Redención y de la Gracia. La persona humana actual tiene la convicción de haber superado todo los modelos de hombre, y de haber logrado la perfección antropológica. Es una especia de tercer Adán (*), y por ello no anhela ningún retorno a lo pasado —que juzga siempre inferior a lo presente—, al revés del hombre del Renacimiento que intentó recuperar por lo menos el sentido cósmico con la vuelta a la antigüedad clásica. ¡Qué ha de desear, entonces, el retorno del hombre cristiano, de la creatura humana redimida, es decir de la persona auténtica, cuya presencia significa una invitación a la santidad a lo que sólo se llega por la pobreza, o sea, por el renunciamiento voluntario de los bienes que coronan de rosas al hombre!

Las virtudes teologales que sobreelevan a la creatura y la ponen en comunicación con Dios, no tienen cabida en el alma de la persona liberal, sino después de sufrir una transformación que las adapta a la mundanidad más hostil a lo divino. La fe, ordénala el hombre personalista, al porvenir, preñado de bienes inagotables por el mecanismo del progreso indefinido. La esperanza, consiste ahora en la convicción del triunfo sobre todos los obstáculos que impiden la gloria de la vida. La caridad, es reemplazada por el egoísmo más mezquino, es decir, ha sido expulsada del hombre moderno. Este ser inflado de soberbia vive solo en su tiempo, pero en un tiempo no humillado —porque carece de la conciencia de la doble eternidad—, sino en un tiempo rebelde, que pugna por vencer a la muerte y prolongarse en un futuro indefinido que sea como la inmortalidad material, en que puede continuar viviendo coronado de rosas. Quiere y anhela prolongar su existencia para continuar hallándose a sí mismo.

En presencia, pues, del hecho inevitable de la muerte, la persona liberal siente el alma invadida por una tristeza infinita. Carece del sentido cósmico y de la conciencia de solidaridad entitativa con el concento universal de los cielos y la tierra. Como vivió siempre para sí, no ingresó con su espíritu en el orden del cosmos al que creyó dominar reviviendo en su alma la convicción homocéntrica. Y en este respecto, la muerte para él es una decepción. Por otra parte, porque ama la vida como un fin en sí, su ideal es perpetuarse en el aquí y ahora; se aferra a la mundanidad cuya pérdida es para él una catástrofe doble: primero, porque cesa el goce de la vida; y segundo, porque no espera nada más allá de la muerte. Y entonces no quiere morir, y gime y llora por la vida del mundo, su huerto de delicias. Además, como eliminó todo vínculo con lo sobrenatural, la muerte le aparece como un enigma espantoso. Teme, entonces, a la muerte porque lo humilla, lo vence y abate su orgullo de ser omnipotente; luego, porque lo despoja del placer de vivir; y finalmente, porque lo pone frente a un abismo de tinieblas. Esta actitud ante la muerte destruye la fortaleza, pues en ningún caso puede haber un bienmorir, y entonces, nunca la vida puede ser templada por la muerte. Nada rehuye tanto la persona liberal como el pensamiento de la muerte: no piensa en la muerte sino en la vida, y por ello ésta se deforma y se falsea; es una vida sin temple, sin virtud, es decir, sin fuerza, vida cobarde, sin la potencia heroica y sin la resistencia del mártir.

El predominio de esta concepción ha dañado profundamente la dignidad humana: ha muerto el amor a los ideales: ha muerto el amor a Dios, es decir, la caridad, y se ha burlado de los mártires; también ha muerto el amor a la patria, y ha eliminado a los héroes. La santidad y el heroísmo disuenan con la conciencia liberal. Por ello, antes de esta guerra, que no es un final sino una etapa de la recuperación de la conciencia de creatura, el hombre andaba triste y apesgado, con el alma oprimida por una angustia indecible. Ya no suspiraba por el mártir o por el héroe, pero hasta sentía la ausencia de su propia razón de ser. La falsa vida, la vida sin milicia, no acrisolada, la vida cobarde, la vida sin muerte, lo dominaba todo. Así como el acero sin la prueba del fuego de poco sirve, así la vida terrenal sin la regulación de la muerte es falsa vida. La verdadera vida es la que está siempre ante el pensamiento de la muerte. Y sólo así la creatura humana adquiere la verdadera fortaleza.


* Fragmento del opúsculo: Sobre la Fortaleza y la muerte. En: Revista Sol y Luna.

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