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sábado, diciembre 17

San Martín no era un ideólogo.


La suerte no lo favoreció, ni a él ni a su patria, para que su genio, manejando los inmensos recursos que ésta tenía, le permitiesen crear la gran potencia mundial que estaba al alcance de su ambición.




Por Julio Irazusta

Por lo que podemos apreciar no sólo el vuelo de su pensamiento y la maestría con que trazaba sus planes y los ejecutaba, sino también por su literatura epistolar sobre la política y la guerra, estamos seguros de que su espíritu estaba abierto a todas las innovaciones que se debatían en los principales centros culturales de Europa. Dejemos de lado la preocupación de establecer una bibliografía completa para especular sobre la índole de sus lecturas. Nos basta con saber que uno de sus libros de cabecera fue el Ensayo general de táctica, del conde Guibert, uno de los componentes más distinguidos de la escuela militar francesa del siglo XVIII, la que según Lidell Hart puede considerarse la mejor de todos los tiempos.

El gran historiador militar lo califica como el “profeta de la movilidad”. No es que el autor del ensayo fuera el primer reformador del arte de la guerra, en el sentido de una mayor agilidad en la organización del ejército, destinada a darle capacidad y rapidez de maniobra. En verdad las reformas propuestas se elaboraban y practicaban entre Mauricio de Sajonia, Bourcet, Maillbois, etc., desde los comienzos del siglo. Pero Guibert las expuso de modo más relevante y persuasivo, enriqueciéndolas con anticipaciones sobre acontecimientos que están en germen en el seno de la sociedad francesa.

A la formación intelectual pronto agregaría San Martín la práctica de las operaciones en la guerra llamada de la independencia española de 1808 a 1814 enfrentando a los conquistadores de Europa y distinguiéndose en la Batalla de Bailén, uno de los primeros contrastes experimentados por los franceses en España, y mereciendo honrosa mención en el parte de la victoria.

Que allí se había incorporado a una logia, no cabe duda. Pero como la ha comprobado mi colega Oscar Alberto Acevedo, ella no tenía nada de lo que se supone asociado a esa clase de instituciones, sino que se inspiraba en la más segura ortodoxia católica.

Que el oficial llegado a nuestras playas en 1812 era un espíritu abierto a las luces del siglo, lo probó en toda su carrera como militar y como político. Pero ella prueba asimismo que no tenía nada del jacobino sectario y sistemático que caracterizó a los hombres de ese tipo.

Desde que figura en el país interviene en política; en el movimiento que provoca la caída del Primer Triunvirato, culpable de una pusilanimidad en política exterior que amenazaba hacer fracasar la empresa no bien comenzada, muestra lo que como maestro de táctica podía hacerles dar a sus granaderos. Al mando del Ejército del Norte exhibe su capacidad para tratar a un colega en desgracia como Belgrano.

Instalado en el gobierno de Cuyo, donde prepara la ejecución de su campaña de los Andes, aparece como gran administrador civil y militar. Debe repetir lo que he dicho en otro lugar: que el cambio de estrategia decidido por el Estado argentino, del Norte al Oeste, resuelto entre San Martín, Pueyrredón y Guido es, como estudio de un plan de Estado Mayor, digno de una gran potencia. Así también el Gran Capitán se halla al mismo nivel en sus inculpaciones al representante de Mendoza en el Congreso de Tucumán sobre la imperiosa necesidad de declarar la independencia, con agorismos deslumbrantes, de esos que precipitan las voluntades. Si no tenemos zapatos, calzaremos ojotas; sino tenemos sillas, nos sentaremos en cabezas de vacas; si no tenemos qué ponernos, andaremos en pelotas como nuestros antepasados los indios.

Que fue partidario de las instituciones libres, como todos los espíritus ilustrados de la época, no cabe duda alguna. Pero no era un ideólogo; al contrario, su realismo político resplandece de modo extraordinario, pero comprendía las dificultades que se oponían a su inmediata instalación, dada la situación en que se hallaban los pueblos de América. Que las facultades omnímodas para el Poder Ejecutivo eran indispensables para la guerra, se lo escribe a Rondeau el 27 de agosto de 1819, donde le dice que los enemigos no se contendrían con “libertad de imprenta, seguridad individual… estatutos, reglamentos y constituciones”, sino con sables y bayonetas, con el fin de “asegurar aquellos dones preciosos para mejor época”. Tres lustros más tarde, ante el fracaso de los utopistas en todo el continente, le escribía a Guido: “Maldita sea la libertad (anarquiza); no será hijo de mi madre el que vaya a gozar de los beneficios que ella proporciona”. Hasta que no se establezca un gobierno que los demagogos llamen tirano, que proteja de la licencia, no habrá orden; y el hombre que lo implante merecerá “el noble título de libertador”. La suma del poder, más la resistencia de dictador a las agresiones europeas, fueron los motivos para que él legara su sable a don Juan Manuel de Rosas.

Sus renuncias al Protectorado en el Perú y a la oferta del gobierno que recibió de Lavalle en 1829, han sido mal interpretadas. No se debieron a la postura de un coqueto de la gloria. Sino a su profundo realismo. En el primer caso, lo hizo fracasar su país, el que dirigido por Rivadavia, le negó los recursos financieros para montar un ejército que le permitiera rematar la independencia americana antes que Bolívar; y en el segundo, a conocimiento que tenía de los hombres que habrían debido ser colaboradores forzosos en la lucha contra los federales cuya fuerza y cuyos fines conocía.

El conocimiento de sí mismo, y de las circunstancias que se le presentaron en cada momento de su carrera, fueron supremos en el Libertador. La suerte no lo favoreció, ni a él ni a su patria, para que su genio, manejando los inmensos recursos que ésta tenía, le permitiesen crear la gran potencia mundial que estaba al alcance de su ambición.

* Publicado en Siete Días, agosto (1980).

Julio IRAZUSTA: San Martín no era un ideólogo. En: Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas. Bs. As., Nº 56, julio-septiembre de 1999.

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