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domingo, mayo 22

Carlos V, o la salvación de la Cristiandad.



por Rosa Clara Elena Hernández

(fragmento)

Cada época tiene el santo, el héroe que necesita por providencia divina, que hace posible un equilibrio histórico, que compensa un desorden del mundo. ¿Qué hubiera sido de la Cristiandad sin San Francisco o San Bernardo, qué este pasado siglo sin un Padre Pío, que en sus llagas expiaba quizá mucho de la crisis destapada en la década del 60? Esta especie de equilibrio espiritual de la historia, que recae sobre algunos individuos, es una dialéctica más profunda y misteriosa que cualquier dialéctica histórica. ¿Cuál hubiera sido la historia, nos preguntamos, sin Carlos V?

Cuándo la reina Isabel la Católica supo que su nieto, Carlos, nacía el día de San Matías de aquel 1500, comentó: “la suerte cayó sobre San Matías”. Intuía que aquél niño que nacía en Gante, y cuya sangre era, como dice Ximénez de Sandoval, un cruce de caminos –trastámaras, austrias, borgoñeses-, tendría una misión enorme: la de salvar la Cristiandad. Lo que no sabía la reina era hasta qué punto el nieto sería español entre españoles, otro Quijote, como lo llama Menéndez Pidal.

La suerte cayó sobre San Matías. Pero Carlos V no es tan extraordinario por su misión en si, sino porque fue muy sencillo y fiel en llevarla a cabo, porque no escatimó nada de sí mismo en esa escalada que fue contener desde y con España a una Europa a punto de perder la fe católica en un escenario desolador: Lutero, Enrique VIII, Francisco I –cuya infidelidad llegó hasta ayudar al turco-, una Italia –y una Europa- herida por el Renacimiento, pontífices maniatados por presiones políticas, el enemigo de oriente. Y España sola... Como lo dijo Menéndez Pelayo, “en la lucha religiosa España bajó sola a la arena”. Pero bajó por una Austria y una Avís –Carlos e Isabel-, cuando a ningún monarca europeo le interesaba como a ellos luchar por la fe, cuando ninguno ponía por principio de su vida y su gobierno amar a Dios. Y este triste hecho se reflejaría nítidamente en la famosa batalla de Lepanto, cuando la España de Felipe II, igual que con Carlos V, descendía casi en solitario a pelear una batalla que ganó providencialmente. Y es el mismo Menéndez Pelayo quien retrata mejor aquella misión única, que consistía en “salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa Occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas, con la espada en la boca y el agua a la cintura, y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno de los que le arrebataba la herejía”. Porque, gracias a Dios, del otro lado del Atlántico una generación de hombres llenos de un coraje y una fe insólita, levantaban iglesias e iban construyendo, con ese magnífico cuerpo de leyes de la pluma del mismo Emperador, otra España.

La Cristiandad perpleja.

El panorama de somnolencia y pusilanimidad de los monarcas europeos del XVI lo pintaría Chesterton con pocas pinceladas, en uno de sus magníficos poemas, Lepanto:

La fría reina de Inglaterra se contempla en su espejo
La sombra del Valois está bostezando en la Misa
Como desde fantásticas islas crepusculares retumban los cañones de España (...)
Sólo un príncipe sin corona, se ha levantado de un trono sin nombre (...)
El último caballero de Europa toma las armas (...).
Don Juan de Austria va a la guerra.

Pusilanimidad, deseo de poder, tibieza religiosa que venía ya desde el Renacimiento, y que fue definida por el emperador como “la Cristiandad perpleja”.

La diferencia entre Carlos V y sus coetáneos es que la línea de pensamiento  de acción del emperador nunca cambia, siempre tiene por delante el mismo objetivo: “guerra al infiel, paz y concordia entre las naciones cristianas, erradicar la herejía, convocar el Concilio de Trento, hacer católicas las Indias”, mientras el resto de los monarcas y el papado varían de conducta. De ahí que los monarcas aliados de turno del emperador tengan en jaque los movimientos de éste. España y Carlos V, solos y pertinaces. Las páginas de las sucesivas Instrucciones a Felipe, los discursos, las cartas, las Memorias están engarzadas por las mismas ideas que no logran fraguarse en la Europa del emperador; son una escuela de perseverancia...

¿Qué hubiera pasado, entonces, sin el emperador? Las naciones que aún continuaban siendo católicas hubieran sido absorbidas o por el protestante o por el turco. Porque el rey francés, Francisco I, que no dudó en aliarse con Barbarroja –excelentemente retratado por el hispanista francés Jean Dumont-, amagó, emulando a Enrique VIII, constituir en Francia una Iglesia Nacional; mientras tanto Lutero arrastraba un gran número de almas, y algunos de los papas que guiaban entonces la Iglesia no se decidían a realizar aquel concilio que Carlos V pedía una y otra vez para contrarrestar las herejías y los desordenes que asolaban la Iglesia.

Carlos desembarca con su corte extranjera en una España que lo observa con profunda desconfianza. Es un adolescente que viene  a tomar posesión de una heredad que desconoce, de un pueblo que desconoce. Todavía vive su madre, Juana, en el Convento de Tordesillas, incapaz de gobernar, en compañía de una pequeña hija que mira jugar a los otros niños desde una ventana. España es fiel a Juana y rechaza a Carlos; sólo un hombre como Cisneros lograría que se erija rey a Carlos, de un modo extraño: reina y rey “gobernando”, madre e hijo. Carlos no conoce Castilla pero la tiene en la sangre. Y aquí comienza lo extraordinario de aquél hombre, que pocos años después de llegar a España era el heredero cabal de los principios de la monarquía hispánica.

En 1521, Carlos –un muchacho todavía- se enfrenta en Worms –Alemania-, ni mas ni menos, con el monje Lutero. Carlos quiere escuchar sus razones –que desconoce aún- porque sabe que la Iglesia debe ser, como lo fue en la Edad Media, salvada de toda corrupción que penetre en ella, “reformada”, sólo en ese sentido; sabe que debe  relucir verdaderamente su cuerpo y sus sacramentos, su naturaleza divina; y teme –como lo demostró la rápida adhesión de hombres de Iglesia al anglicanismo y al protestantismo- que la infección del Humanismo haya penetrado demasiado en ella. Cree entonces que va a escuchar a un hombre que se queja de este estado de cosas, y se encuentra con un hereje, con otra religión, con la doctrina de la justificación y con el desprecio profundo por los sacramentos. Lo escucha sin decir palabra. Y durante “una noche de zozobra, encerrado a solas”, como dice Menéndez Pidal, redacta el documento que  respondía a Lutero. Es su primer gran documento, no ya como rey español, sino como Emperador. Y es un papel ardiente de su puño y letra, que lo define por completo:

“Sabéis que yo desciendo de los más cristianos emperadores de la noble nación alemana, de los Reyes Católicos de España, de los archiduques de Austria, de los duques de Borgoña, todos los cuales fueron, hasta su muerte, hijos fieles de la Iglesia de Roma, defensores de la fe católica, de las prácticas y costumbres del culto, santificadas en los decretos; que todo esto me lo han legado después de su muerte y cuyo ejemplo ha sido norma de mi vida. Por tanto, estoy resuelto a perseverar en todo aquello que se ha dictado desde el Concilio de Constanza. Pues es evidente que sólo un hermano está en el error al enfrentarse con la opinión de toda la Cristiandad, ya que, en caso contrario, sería la Cristiandad la que mil y más años hubiera vivido en el error. Por tanto, estoy decidido a empeñar en su defensa mis reinos y dominios, amigos, cuerpo y sangre, alma y vida. Pues sería una vergüenza para Nos y para vos, vosotros, miembros de la noble nación alemana, si en nuestro tiempo y por nuestra negligencia entrara en el corazón de los hombres, y aunque solo fuera una apariencia de herejía y menoscabo de la religión cristiana. Después de haber escuchado aquí el discurso de Lutero, os digo que lamento haber titubeado tanto tiempo en proceder contra él. No volveré a escucharle jamás: que se respete su salvoconducto; pero de aquí en adelante le consideraré como un hereje notorio, y espero que vosotros como buenos cristianos, obraréis en consecuencia”.

Lo que Carlos dijo en Alemania fue “la manifestación más honda e importante de su juventud”, nos dice el biógrafo alemán del emperador, Carlos Brandi.

Ocho años más tarde, Carlos V se entrevistaba con el Papa Clemente VII –quien había hecho una liga con el rey francés y Enrique VIII- y “rogó a Su Santidad que, como medida muy importante y necesaria para remediar lo que sucedía en Alemania y tratar de atajar la propagación, entre la Cristiandad, de la herejía luterana, convocase y reuniese un concilio general”. El Concilio recién se abriría bajo Paulo III y verá su sesión de Clausura en tiempos de Felipe II. Su apertura, puede decirse sin ambages, se debe a la insistencia del Emperador. Y es que la vida de Carlos V está jalonada por una serie de insistencias: insiste con Francisco I para tenerlo como hermano, insiste con los monarcas y príncipes europeos para vivir en orden y volver a la fe católica, insiste con los papas para la celebración del Concilio. Por ello Carlos V se lamentaba en sus Memorias de que las conversaciones con Paulo III en 1536, otra vez a propósito de la demorada apertura del Concilio, quedaran “en agua de borrajas”. ¡Cuántos lustros desde que Lutero construyera su herejía, y no por casualidad los mejores teólogos del Concilio serían los españoles!

Veamos como explica Carlos, en el discurso de Madrid de 1528, cuando parte a entrevistarse con Clemente VII, el porqué del Concilio: “el fin de mi ida a Italia es para procurar y trabajar con el Papa en que se celebre un Concilio General en Italia o Alemania para desarraigar las herejías y reformar la Iglesia; y juro por Dios que me crió y por Cristo su hijo que me redimió, que ninguna cosa de este mundo tanto me atormenta como es la secta y herejía de Lutero, acerca de la cuál tengo que trabajar para que los historiadores que escribieren cómo en mis tiempos se levantó, puedan también escribir que con mi favor e industria se acabó. Y en los siglos venideros merecía ser infamado y en el otro muy castigado de la justicia de Dios, si por reformar la Iglesia y por destruir aquel maldito hereje no hiciese todo lo que pudiese y aventurase todo lo que tuviese”.


HERNÁNDEZ, Rosa Clara Elena: Carlos V o la salvación de la Cristiandad. En: Maritornes Nº 2, Bs. As., Nueva Hispanidad, 2002, pág. 100 - 106.


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