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lunes, noviembre 29

Autoridad y Libertad.


Aclaraciones conceptuales para el mundo moderno. Una perla encontrada en el fichero. Sin desperdicio.



…el término autoridad se aplica con propiedad cuando se refiere al conocimiento que debe tener aquél que ejerce una prelacía cualquiera en el orden social donde le toca actuar. Por esta razón no se puede hablar de abuso de autoridad cuando sucede, exactamente, lo contrario: HAY UN ABUSO DE PODER POR FALTA DE AUTORIDAD.



AUTORIDAD Y LIBERTAD.


Texto: CALDERÓN BOUCHET, Rubén: Autoridad y libertad. En: Revista Cabildo, Nº 36, Bs. As., mayo de 2004, pp. 24-25.


El hombre normal y espontáneamente tiende a ser realista y a creer que el mundo que lo rodea existe independientemente de que lo piense o no lo piense. Es una evidencia inmediata que se le impone sin previa crítica y que puede recibir el adjetivo de ingenua o natural, como ustedes quieran, pero cuando se ha hecho hasta la saciedad la experiencia de fundar una explicación de la realidad a partir de la inmanencia, un retorno a un sano contacto con los primeros principios es un indicio claro de salud mental. El lenguaje humano nace de esta experiencia acrítica y conserva en sus signos verbales la tendencia espontánea a un realismo inmediato que da cuenta y razón de nuestro encuentro con las cosas. Recuperar la intención primordial de la lengua es una faena de depuración filosófica a la que se dedicó especialmente la escuela aristotélica.


Sucede que en el curso de la historia el hombre puede cambiar un sistema de valores por otro e invertir el orden de las prelacías axiológicas poniendo en primer lugar aquello que, por su índole, ocupa el último sitio en una escala jerárquica saludable. En nuestro tiempo asistimos, entre asombrados y perplejos, a una instalación a todo trapo de los valores económicos que trae, como inmediata consecuencia, una corrupción de las ciencias, de la política, del arte y hasta de la religión y la economía misma que al hipertrofiarse se convierte en una suerte de falsa religión, como sucede en el marxismo o en ese capitalismo salvaje que pretende reemplazarlo.


El cambio de las preferencias valorativas provoca un cambio consecuente en los criterios con que deben enfrentarse las otras disciplinas del espíritu y, por supuesto, la lengua sufre la influencia de esta corrupción “in radice” del orden axiológico. Las palabras modifican sus sentidos y pasan a querer decir, muchas veces lo contrario, de lo que significaban con anterioridad. Así, el término prudencia, que es sinónimo de sabiduría práctica, se convierte en un substituto de la cautela que los escolásticos señalaban con la locución de “prudentia carnis” que es, precisamente, el vicio opuesto a la virtud moral por antonomasia.


La palabra autoridad se ha convertido en un sinónimo de poder y se la emplea indistintamente para indicar el gobierno o el carácter abusivo de una potestad ejercida fuera de los límites de su jurisdicción. Se habla de un gobierno autoritario o de autoritarismo como si tales vocablos fueran similares a autocracia o despotismo, despojándolos de su contenido semántico tradicional que suponía siempre el ejercicio de un conocimiento egregio.


En buen castellano se puede hablar del poder de una lancha, de una bomba, de un terremoto, pero no de su autoridad. ¿Por qué? Porque esta palabra supone siempre inteligencia, saber, y como la inteligencia y el saber dependen de nuestra participación con la inteligencia y el saber divinos, la autoridad tiene a Dios como analogado principal y fuente absoluta de su ejercicio responsable.


Si esta es demasiada teología para la anemia metafísica que hoy padecemos me limitaré a decir que el término autoridad se aplica con propiedad cuando se refiere al conocimiento que debe tener aquél que ejerce una prelacía cualquiera en el orden social donde le toca actuar. Por esta razón no se puede hablar de abuso de autoridad cuando sucede, exactamente, lo contrario: hay un abuso de poder por falta de autoridad.


La razón humana es dialógica y supone para su perfección y su crecimiento que estemos sometidos, desde niños, a la autoridad de los que saben y poseen el conocimiento de las cosas que debemos aprender. En esta relación vital del aprendizaje hay dos momentos que deben ser distinguidos con alguna precisión: uno compulsivo y otro asuntivo del saber. Un natural dócil a las instancias educativas puede reducir el momento de la compulsión a un suave manejo de los estímulos morales: premios o amenazas pero los más díscolos y rebeldes exigen, necesariamente, un aumento de la dosis persuasiva que puede llegar hasta la severidad del castigo.


El acto de aprender algo es un acto libre, no está determinado por ninguna ley física: puedo entender o no que la medida de los ángulos interiores de un triángulo equivale a dos rectos. Cuando mi inteligencia se abre a la verdad del teorema, ese conocimiento pasa a formar parte de mi saber. Nadie puede hacérmelo entender a golpes, pero en tanto tengo que luchar contra la pereza o una mala disposición de ánimo, el elemento compulsivo puede jugar un papel positivo y ayudarme a vencer mis malas inclinaciones.


Como la distribución del saber y las medidas coactivas a tomar para hacerla efectiva suelen estar en la misma persona, se atribuye a la autoridad el ejercicio de ambas funciones sin precisar que en una y otra, la inteligencia puede actuar con mayor o menor tino, es decir con mayor o menor autoridad en el sentido exacto del término. Dicho de otra manera puedo enseñar con inteligencia y aplicar un sistema compulsivo estúpido, con lo cuál mi autoridad intelectual no concuerda con mi autoridad educativa. Como la gente entiende el término al revés le llamará autoritario al comportamiento compulsivo erróneo y no autoritario a la persuasión inteligente del buen maestro.

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