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viernes, julio 30

Educación y contención.

CONTENCIÓN, EDUCACIÓN, POSMODERNIDAD.


Aníbal D´ANGELO RODRÍGUEZ


En definitiva, la educación moderna no sabe qué hacer con el supuesto objeto de sus desvelos, es decir el alumno, el “educando”.


Contención.


Con cualquier motivo, cada vez que se habla de escuelas y colegios, salta el sustantivo “contención”, el adjetivo “contenido” y el verbo “contener”. El diccionario de la Academia da, de este último, tres acepciones: 1. Llevar o encerrar dentro de sí una cosa a otra; 2. Reprimir o sujetar el movimiento o impulso de un cuerpo; 3. Reprimir o moderar una pasión. Desde luego, hay que descartar la tercera acepción. Nada más ajeno a la cultura moderna que semejante idea. Las pasiones tienen vía libre y a eso se lo conoce con el nombre de “libertad”. Veamos entonces la segunda acepción de la palabra: reprimir o sujetar a algo o a alguien. La primera idea que se nos viene a la mente es que, puesto que “reprimir” está prohibido, se ha acudido a la palabra contención para reemplazar una idea nefanda para la modernidad. Pero me parece que aquí hay algo más que el escamoteo de un término y su reemplazo por un sinónimo. En definitiva, la educación moderna no sabe qué hacer con el supuesto objeto de sus desvelos, es decir el alumno, el “educando”. Guiada por una psicología sin alma, enredada en los laberintos de una pedagogía que no sabe pasar más allá de los “métodos”, el alumno ha terminado por convertirse en una incógnita y, eventualmente, en un peligro. Si hasta ha empezado a hablarse del riesgo educacional como una clase muy especial –y muy aguda- del riesgo laboral. Con sus agresiones físicas cada vez más comunes pero sobre todo con su indiferencia cada vez más profunda, con su desapego cada vez más acentuado, el alumno se ha convertido en un desconocido, en un ser del que cualquier cosa puede esperarse, desde una cuchillada hasta una mirada de infinito desprecio. Me corrijo: el desprecio es –al fin y al cabo- una cierta relación entre personas. El que desprecia le está diciendo al despreciado: “Te he pesado y medido y te rechazo por lo que eres”. La actitud del alumno posmoderno es mucho peor. Se puede traducir simplemente en “No tengo interés en vos, ni en pesarte ni en medirte. No tengo interés en lo que pretendes enseñarme. Para decirlo todo de una vez: no tengo interés en nada. Y de la cultura socialmente vigente, no de tus envejecidas enseñanzas, saco como conclusión que puedo hacer –y probablemente intentaré hacer- cuanto se me venga en gana”. En estas condiciones debe entenderse lo de la “contención”. El alumno es como una bomba de tiempo cuyo reloj nadie sabe cuándo va a dar la señal de estallar. Entonces hay que contenerlo, es decir “contentarlo” (esa es la verdadera traducción de la palabra) para demorar lo más posible el estallido. O –en todo caso- que acontezca lejos, en el tiempo y en el espacio, de las aulas. Y eso, al fin y al cabo, más o menos se logra. Chicos que matan a tres de sus compañeros y hieren a cinco, son pocos. (Este es el argumento de un lamentable sueltito de Orlando Barone en La Nación del 3 de Octubre [2004]) La mayoría de los alumnos, ya lejos de las aulas, cuando se mira en el espejo y ve que nada serio ha aprendido, que nada le han dicho ni sabe sobre el sentido de su vida, estalla en mil pedazos y se convierte en la nada que le han metido en el alma durante su paso por las escuelas, colegios y universidades, cuando apenas si ponía en práctica la primera acepción del verbo contener: estaba dentro de un aula en vez de vagar por las calles. Y no mucho más.


Educación y contención.


Desde luego, hay que agregar que nada más opuesto a la educación que la contención. Aún en la primera y casi inocente versión de la contención, cuando se refería simplemente a sacar a los chicos de las calles y meterlos en un colegio pensando que de esa manera consumirían menos drogas, realizarían menos asaltos y golpearían a menos gente. Porque educar (e-ducere) tiene la misma raíz que conducir (con-ducere) y consiste precisamente en llevar al educando a donde debe llegar para ser el mismo en su versión mejor. En ese “ser lo que se debe ser” bajo la amenaza de –en caso contrario- “ser nada” que San Martín aprendió de los griegos. O sea, se opone aquí una educación que conduce a algún lado y una contención que mantiene al alumno inmóvil aunque intentando –eso sí- llenarlo de conocimientos. Sólo que no se aprende ni literatura, ni inglés, ni matemática para saber literatura, inglés o matemática. Las asignaturas son los instrumentos para embellecer, mejorar y desarrollar al máximo de sus posibilidades el alma de los educandos. Todo esto no niega ni las “salidas laborales” que tanto preocupan a nuestros especialistas, ni los estudios sobre metodologías mejores o peores que ocupan hoy un espacio desproporcionado. Simplemente relega todo eso al papel instrumental y secundario que tiene y pone el acento en un proceso que debe ser difícil (“no hay métodos fáciles de aprender cosas difíciles”: Chesterton) pero gozoso para el profesor y el alumno, al menos…


Es que la educación de nuestros tiempos se ha convertido en un teorema sin solución, como el de Fermat. Si educar es, como dijimos, llevar al alumno a algún lado (o mejor, ayudar al alumno a que llegue por su pie a algún lado) entonces el relativismo reinante equivale a la muerte de la educación tal como se la entendió por milenios: un proceso que exige del alumno la actitud (ya que no el conocimiento) previa de que hay algún lado al que ir. Pero esa actitud es rigurosamente incompatible con un mundo en que ya no hay verdad sino verdades que cada cual hace a su gusto, en el que ya no hay bien o mal sino “valores” que cada uno construye como se le da la gana. Esta situación pone inexorablemente al alumno en la más profunda imposibilidad de pisar siquiera el umbral del conocimiento auténtico, que comienza con las preguntas ¿qué es esto? ¿dónde estoy, de dónde vengo y adónde voy? No hay educación sin pregunta por el ser, sin conciencia de las raíces, es decir sin tradición. En la revista Ñ de Clarín del 16/10/04 le dan la palabra (y una página) a un señor Lecuna, que es –parece- “educador e investigador pedagógico en management educativo” (sabe Dios lo que será ese oficio). Comienza no del todo mal, lamentando la disolución de los “roles sociales paradigmáticos: papá, mamá, la maestra, el policía y el sentido de pertenencia e identidad nacional” pero luego tropieza en el feo bache de una cita de Sarmiento para el cual “la educación no debe tener otro fin que el aumentar (las) fuerzas de producción, de acción y de dirección, aumentando cada vez más el número de individuos que las posea”. Bueno, que lo creyera Don Domingo Faustino en la segunda mitad del siglo XIX, lo entiendo. Pero es difícil aceptar que se repita hoy esa idea, justo cuando asistimos a las exequias de una educación inspirada en ella. Es como pretender resucitar a un muerto de tuberculosis rociándolo con una dosis generosa de bacilos de Koch. Por otra parte, la cultura posmoderna tiene dos versiones: una para imbéciles, difundida por la televisión. Y otra para… imbéciles también, pero entonces cultos. O por lo menos leídos. Los pocos establecimientos educativos que tratan de escapar de este esquema se dedican, en definitiva, al trabajo de Penélope. Tejen por la mañana, en las aulas, lo que la TV desteje por las noches en el hogar. Y después se asombran de que los alumnos practiquen una violencia emparentada con la de los animales (aunque peor, porque la de estos nunca es gratuita). A mí no me admira que un educando reparta balazos como confites entre sus compañeros. Lo que me admira es que no arrojen todos los días granadas de mano en unas aulas que los convocan a un esfuerzo duro sin explicarles jamás nada que se acerque siquiera a sus verdaderas preocupaciones. Por ejemplo, el sentido de sus vidas.



D´ANGELO RODRÍGUEZ, Aníbal: Testigo de cargo. En: Revista Cabildo, Bs.As., Nº, noviembre de 2004, pp. 27-30.

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