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martes, enero 28

Rutina e irreflexión.


por el P. Andrés Hamón ***

Adoremos a Dios, soberano dueño de los siglos, árbitro de nuestra vida y de nuestra muerte, que nos da este nuevo año, no para que dispongamos de él a nuestro arbitrio, sino para que empleemos todos sus momentos en servirle a El santamente. Pidámosle la gracia de no volver a caer, este año, en el vicio que ha paralizado todos los años precedentes, el vicio de la rutina y de la irreflexión, sobre la cual Jeremías pronunció esta terrible lamentación: La tierra está desolada porque no hay nadie que reflexione dentro de sí (XII, 11).

  1. Gravedad del mal de la rutina e irreflexión.

¿Puede comprenderse un mal más grande, que aquel que hace inútiles las gracias de Dios, estéril la fe e imposible la reforma de las costumbres? Tal es el mal de la rutina e irreflexión.

1º Hace inútiles las gracias. Dios nos da la gracia de la oración; pero la oración, hecha por rutina y sin reflexión, se reduce a un movimiento maquinal de los labios, con el cual ni honra a Dios, ni obtiene nada el que lo hace. Dios nos otorga la gracia de un buen pensamiento, un piadoso impulso una advertencia utilísima para nuestra salvación; pero esta semilla, que habría dado frutos preciosos, si hubiese madurado con la reflexión, no es ahora más que una semilla arrojada a lo largo del camino, camino donde llas vanas ideas y las novedades del mundo la han hollado y hecho perecer. Dios nos ha concedido la gracia de los sacramentos, pero la maldita rutina o la falta de reflexión han paralizado todos sus frutos. Dios nos ha concedido un nuevo año para obrar nuestra salvación; pero, si no destruimos la rutina, no hará ella más que acumular sobre nuestra cabeza, como un nuevo tema, un año de abusos de gracias agregados a los años anteriores.

2º La rutina o la irreflexión hace estéril la fe. Es muy deplorable ver lo que es la fe bajo el imperio de la rutina. La fe, por el influjo de ese enorme mal, queda relegada a una parte secreta de nosotros mismos, en donde no entramos jamás, o como un oscuro rincón en donde su luz no alcanza a nuestros ojos: de modo que se cree como si no se creyera; se habla, se piensa, se obra como si realmente no hubiera fe en el alma. La muerte que se aproxima, el juicio que la sigue, el paraíso o el infierno que vienen en pos del juicio, nada nos conmueve. Los misterios más augustos de la religión, los sacramentos, la Eucaristía misma, encuentran en el alma el frío del mármol. Es una indiferencia, un hielo y una insensibilidad que con nada se conmueven. Nos hemos familiarizado con estos altos misterios, nos hemos hecho de ellos una rutina y todo se acabó; serán estériles para nosotros, mientras no nos hayamos curado de ese mal.

3º La rutina hace imposible la reforma de las costumbres. Arrastrados por ella, como por un río que corre siempre en un mismo lecho, no pensamos seriamente en reformarnos, ni comprendemos la necesidad extrema de hacerlo; nuestra energía desaparece, nos dejamos llevar por la corriente del uso y de la costumbre: la hallamos agradable y llegamos a creer que es lo único posible. Ese estado nos adormece. Temamos la hora de despertar, que será espantosa.

  1. Remedios contra la rutina e irreflexión.

El primer remedio es la oración. Pidamos a Dios, con todo el fervor de que seamos capaces, que cure nuestra alma enferma (Salmo XL, 5); que reanime nuestra fe (San Lucas XVII, 5) en la grandeza de la Divinidad; nos inspire los sentimientos de profundo respeto con que debemos servirle y nos otorgue la gracia de una vida mejor en el nuevo año. El segundo remedio es la fidelidad en nuestros ejercicios de piedad, es decir, no solamente hacerlos con exactitud, sino con actitud recogida y un gran deseo de sacar de ellos la enmienda de nuestra vida. El tercer remedio es recogernos a menudo dentro de nosotros mismos, para examinar si nos hemos dejado llevar de nuestras antiguas costumbres de rutina y de irreflexión, si nuestros actos y palabras, nuestras intenciones y pensamientos están siempre animados por ese espíritu de fe, humildad, caridad y amor de Dios, que caracteriza a un alma cristiana; y, cuando conozcamos que hemos caído en nuestros antiguos hábitos, levantarnos sin demora y trabajar con celo y buena voluntad en nuestra reforma.


*** Hamón, Andrés: Meditaciones. Bs. As., Guadalupe, 1962, pp. 210 a 213.

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