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domingo, diciembre 12

San Martín, Lutero y el padre Zapata.


Llamarse San Martín era una sinvergüenza, era un agravio a San Martín de Tours todo caridad, y lo más que podía permitirse era llamarlo Martín por su semejanza con Martín Lutero, el pérfido hereje.



Por José Pacífico Otero


Desmanes oratorios del padre Zapata.


En otra ocasión, y antes de que San Martín hiciese su entrada en Santiago, un religioso agustino llamado el padre Zapata, lo hizo blanco de sus iras y de sus furibundos anatemas. Comentando su nombre, decía él a sus oyentes: “¡San Martín!” Pero si sólo esto es ya una blasfemia! No lo llaméis San Martín, sino Martín, para que se asemeje más a Martín Lutero, prototipo de la impiedad y de la sedición contra las leyes divinas y humanas, contra el altar y el trono”.


Llegado a Chile, San Martín se enteró de los desmanes oratorios del religioso de la referencia y lo hizo comparecer ante sí para aleccionarlo con un buen correctivo. El padre Zapata no pudo resistirse al llamado, y al tenerlo en su presencia y torciéndose los bigotes para darse, como dice Sarmiento, “espantables aires de matón”, clavó en él sus ojos negros y centelleantes y hablóle así: “Cómo, so godo bellaco, usted me ha comparado con Lucero y adulterado mi nombre, quitándome el San que le precede… ¿Cuál es su apellido?... – Zapata, señor general, respondió aterradamente el agustino. – Pues le quito el Za, le dijo San Martín, en castigo de su delito, y si alguien le da su antiguo apellido, lo fusilo”.


Más muerto que vivo el padre Zapata salió a la calle, y como en ese momento acertase a pasar por su lado un amigo realista, asombrado de verlo salir de la casa del general insurgente, le observó: “¿Cómo, usted por acá, padre Zapata?” No había acabado de pronunciar su frase el dicho quídam cuando el padre en cuestión, aterrado y con voz ahogada, le cortó la palabra diciéndole: “No, no, no soy el padre Zapata, sino el padre Pata. Llámeme usted Pata y nada más que Pata, porque la vida se me va en ello”.


Esta misma anécdota nos la cuenta en sus Tradiciones peruanas don Ricardo Palma, pero como acaecida, no en Chile, sino en el Perú. Este insigne publicista nos dice que cuando San Martín llegó a aquellas tierras se encontraba desempeñando el curato de Chancay el religioso franciscano fray Matías Zapata, godo de primera agua. Un domingo después de la misa dominical se dirigió a los fieles y significóles que el nombre del insurgente criollo era por sí solo una blasfemia y que estaba en pecado mortal todo aquel que lo pronunciase no siendo para execrarlo. Llamarse San Martín era una sinvergüenza, era un agravio a San Martín de Tours todo caridad, y lo más que podía permitirse era llamarlo Martín por su semejanza con Martín Lutero, el pérfido hereje.


“No pasaron muchos domingos sin que el Libertador del Perú, al trasladar su ejército al norte de Lima, se enterase de esta prédica revolucionaria, y resuelto a poner un freno a la elocuencia rabiosa del orador lo llamó a su presencia y le dijo: “¿Es cierto que usted me ha comparado con Lutero y le ha quitado una sílaba a mi apellido? No me devuelva usted nada, prosiguió, y quédese con ella; pero sepa usted que yo, en castigo de su insolencia, le quito también la primera sílaba de su apellido y entienda que lo fusilo sin misericordia el día que le ocurra firmar Zapata. Desde hoy no es usted más que el padre Pata y téngalo muy presente”. Nos cuenta Palma, que hasta 1823 no hubo en Chancay partida de nacimiento, defunción u otro documento parroquial que no llevase por firma fray Matías Pata. “Vino Bolívar y le devolvió el uso y el abuso de la sílaba eliminada”.


José Pacífico Otero: Historia del Libertador Don José de San Martín, Capítulo XCII: San Martín y su ingenio episódico y anecdótico.



Secularización, consumismo y Navidad.


En la mirada de la revista española Arbil.



Editorial Nº 76


¿Cómo viven las sociedades secularizadas la Navidad? ¿Se está convirtiendo la Navidad en una fiesta paganizada? ¿No estamos recorriendo en occidente el camino inverso cuando hace algo menos de dos mil años las fiestas paganas adquirieron fundamentación religiosa? ¿Es la Navidad sólo un pretexto para el consumo? ¿Es posible aislarse y vivir una Navidad como católicos?


Entre las muchas noticias que se acumulan en los resúmenes informativos que los medios de comunicación ofrecen, en este tiempo de resumen y anuncio que es el tránsito de un año a otro, tres, con el denominador común de Navidad y catolicidad, deberían movernos a la reflexión por lo que de premonición del signo de los tiempos contienen: la primera, es el alto índice de endeudamiento que las familias españolas, y probablemente suceda igual en otros lares, asumen con la llegada de las fechas navideñas; la segunda, la pérdida continua de apoyo económico por parte de los fieles que la Iglesia Católica padece en España, pues sólo un 20% de los contribuyentes decide que parte de su tributación revierta en al Iglesia; la tercera, la triste Navidad de los Santos Lugares, pues este año el tiempo litúrgico se celebrará prácticamente en soledad debido a la inestabilidad de la zona pero también, conviene subrayarlo, por la amenaza musulmana de expansión mediante el cerco constructivo de los mismos. Tres noticias de indudable alcance para el futuro en esta Navidad. Tres noticias posibles por la progresiva imposición de las sociedades secularizadas en occidente, la reducción del catolicismo a niveles culturales para una inmensa mayoría de la población, y por la pérdida del sentido religioso de las festividades marcadas por la Fe.




Bajo el cielo de luces de colores que engalanan las calles de nuestras ciudades en las fechas entrañables y familiares de la Navidad; bajo el resplandeciente e ilusorio oscilar de las bombillas, se oculta o se difumina la pérdida, cada vez mayor, del sentido profundamente religioso que para los cristianos y para occidente debiera tener este tiempo.




A muchos nos parece que la Navidad se ha convertido, en realidad, en un pretexto, en una fiesta paganizada más que secularizada, consagrada al nuevo becerro de oro que es el consumismo más absoluto. Muy pocos se atreverían a poner en tela de juicio el sentido comercial que está adquiriendo la fecha, sin freno aparente, sobre cualquier otra interpretación. Difícilmente podría ser de otro modo en un tiempo marcado por el predominio de lo material y el imperio de la filosofía del estar y vivir mejor.




La humildad, consustancial al nacimiento de Cristo, recordada en todos y cada uno de los pesebres que todavía se exhiben en nuestros hogares, desaparece, como una gran paradoja, cuando llega la Navidad. La ostentación, el querer aparentar, el exceso, el situarse por encima de las propias posibilidades, el regalo como manifestación no del amor sino del prestigio, el poder y la posición social parecer ser la señas de identidad reales de la Navidad en la actualidad. La humildad perece, entre otras razones, porque el hombre olvida el eje, la razón verdadera, de la conmemoración y la celebración, quedando la fecha vacía del contenido permanente que le da vida.




La Navidad, el tiempo litúrgico de la Navidad, con sus cinco grandes celebraciones, algunas de ellas olvidadas por los propios católicos en su verdadera dimensión, debería ser, si fuéramos consecuentes, el comienzo de un nuevo caminar, el tiempo de reflexión que debemos realizar sobre todo lo que significa y conlleva el nacimiento de Cristo: cumplimiento de la palabra divina; inicio del camino de la redención. Acompaña a ello el sublime misterio de la Encarnación y la aproximación más real de Dios al hombre. Momento idóneo, tiempo adecuado, para que cada cristiano inicie la redención interior y el camino hacia la "luz vera" en el año que se inicia.




Sin embargo, el tiempo de Navidad se ha convertido para los católicos, al menos en Europa porque en otros lugares del globo los procesos de secularización son más lentos aunque la mundialización queme las etapas de forma acelerada, en tiempo de tentación. No son las celebraciones religiosas las que importan, las que mueven, las que dinamizan; para una parte importante de los católicos son un adorno más. Otra bombilla, otra guirnalda que colgar en el hogar. El nuevo lugar de celebración, el otro gran atrio de la Navidad, para los católicos y los no católicos, ha pasado de del Belén, los villancicos y la plaza a los grandes almacenes y centros comerciales. Porque si la tradición de la cena en común y el intercambio de regalos son positivos en sí, el convertir esos actos, merced a las campañas publicitarias, en el objeto en sí de la fiesta o en el despilfarro por imperativo social, no puede asumirse más que como la faz escandalosa de la Navidad.




La paganización de las fiestas religiosas es ya un hecho innegable en Occidente. Sociedades altamente secularizadas como las nuestras no dejan espacios para otro tipo de manifestaciones. Lentamente, como si de una maniobra perfectamente planificada se tratase, se van borrando hasta las huellas culturales que mantienen vivos los últimos reductos del sentido real del tiempo navideño.




Las modas extrañas a nuestros parámetros, a nuestra herencia cultural, se van imponiendo. En muchos hogares, hogares cristianos, el tradicional Belén, con las indulgencias que conlleva el ponerlo, es sustituido por el abeto de luces y colores; las guirnaldas, las campanitas, los bastones, los corazones y las composiciones a base de elementos vegetales copan los adornos. Los Reyes Magos y sus camellos sufren la dura competencia de Papá Noel o Santa Claus con sus renos y casitas. Junto a su representación para los niños aparece Santa Claus y su casita. Los niños depositan cartas a unos y otros de tal modo que sólo queda el regalo pero no el significado. La pugna ha quedado solventada magníficamente por la propaganda comercial que ve como se multiplican los ingresos merced a la duplicidad de los regalos y la fiebre consumista que bloquea el sentido economicista del hogar tradicional.




Paganización de la festividad. Disolución del sentido de la Navidad merced al desenfreno de los poderes públicos, nacionales o locales; de los medios de difusión o comunicación que borran, diluyen o marginan en sus programaciones culturales, en sus espacios de opinión, en sus emisiones, la difusión del significado real de la Navidad. Si repasáramos las parrillas de la programación de nuestros canales televisivos nos adentraríamos en un profundo desasosiego por la falta de espacios realmente navideños. Y cuando alguna de las cadenas programa simplemente villancicos recibe los más terribles dicterios de la crítica. Hasta las tradicionales felicitaciones de Navidad han abandonado los motivos tradicionales cristianos apuntándose a modas simbólicas, a colorines sin sentido o imágenes que nada tienen que ver con la fecha.




Por correlación con la Sagrada Familia, la Navidad tiene, asimismo, un significado profundamente familiar. Tiempo de reunión, de conmemoración; tiempo de recuerdo por los que ya no están, por los sitios vacíos en torno a la mesa, breves dosis de tristeza que todos apuramos. Pero ya no son sólo mesas incompletas por los que faltan, por los que se han ido, sino por lo que se ha roto. Familias cada vez más rotas, más desunidas, porque una parte importantísima de los matrimonios celebrados en los últimos veinte años están hoy destruidos; porque las familias se rompen y muchos hijos viven con dolor silenciado el trauma y el drama de un día aquí y otro allí. Familias desestructuradas sin horizontes porque se ha abandonado la Norma. Fechas familiares cada vez más reducidas porque la secularización y la paganización convierten los días señeros en fiesta donde los jóvenes abandonan la mesa con el último bocado camino de la fiesta más cercana.




La Navidad es un tiempo difícil para los católicos que quieren vivirla como tales porque el peso mediático y social es inmenso, porque las costumbres se alejan de forma progresiva de los parámetros que podrían hacerlas compatibles con la creencia. Recuperar el verdadero sentido de la Navidad es una tarea más que nos corresponde frente a la imposición del modelo navideño secularizado y pagano. Y, a veces, combatir la tendencia es tan sencillo, tan simple, como mantener las tradiciones y cumplir con los preceptos.

domingo, diciembre 5

Ni ebrio ni dormido.


1810 – 5 de diciembre - 2010

Bicentenario del glorioso brindis del Capitán Atanasio Duarte en el Cuartel de Patricios.



por José María Rosa

El 6 de diciembre de 1810 la Junta de Gobierno aprobó el “decreto de supresión de honores” redactado por Moreno. Se suprimían los honores del Presidente, se quitaban ventajas oficiales y se eliminaba a las señoras de las distinciones de sus maridos. Y se establecía que el capitán de húsares retirado Atanasio Duarte, había incurrido en un delito por el “cual debería perecer en un cadalso”, al “ofender con un brindis excesivo la probidad del Presidente” (Saavedra), pero “en atención a su estado de embriaguez se le conmutaba la pena por destierro perpetuo de la ciudad, porque ningún habitante de Buenos Aires, ni ebrio ni dormido, debe tener impresiones contra la libertad de su patria”.

¿Qué grave “delito” había cometido el capitán Anastasio Duarte?

Siempre se dijo que haber proclamado la monarquía, pues en el famoso brindis ofreció a Cornelio Saavedra la corona de emperador de América. Pero esa opinión, muy generalizada, no es aceptable. No fue el republicanismo de Moreno el que se ofendió con el monarquismo de Duarte. No sabemos a ciencia cierta si Moreno fue lo que hoy llamaríamos republicano, pues cuando emplea en sus escritos la palabra República, lo hace como sinónimo de “Estado” o “Cosa pública”. Lo que sí puedo asegurarle es que el decreto que condenaba a Duarte no era un decreto republicano, pues estaba encabezado con la fórmula habitual: ‘La Junta Soberana a Nombre del Señor don Fernando VII”.

Pero Duarte cometió evidentemente un delito tan grave que Moreno – hombre de leyes – entendía que “debería perecer en cadalso”. Un delito mucho más grave que opinar a favor de la monarquía en un medio republicano, que de ninguna manera puede llevar al cadalso. Ese delito debía ser el de lesa majestad por conspirar contra los derechos de Fernando VII, a quien representaba la Junta. Al brindar en el cuartel de Patricios quitándole la corona a Fernando VII y ofreciéndosela a Cornelio Saavedra, el capitán había incurrido en el delito de lesa majestad y merecía por lo tanto el “cadalso”.

¿Quiere decir entonces que Duarte fue el precursor de la independencia Argentina, y Moreno no era partidario de esta independencia?... Lo primero es exacto (y es de lamentar que la Comisión del Sesquicentenario no haya recordado el 150º aniversario de su brindis el 5 de diciembre de 1960) [Nota: Y ni hablar de la Comisión del Bicentenario 2010. Este debería ser el verdadero día nacional del vino]; pero no así lo segundo. Moreno también era partidario de la independencia, como Duarte y casi todo el mundo. Pero Duarte dijo a gritos una verdad que no convenía decir sino en voz baja; y menos a favor de Saavedra, enemigo político de Moreno. Por eso lo condenaron.

La verdad es que Saavedra se portó mal con Duarte. Pues Moreno salió de la Junta el 18 de diciembre, precisamente por la conmoción popular producida por su decreto, que se interpretó – equivocadamente – a favor de la dependencia de España. Saavedra pudo entonces levantar la pena a Duarte; pero no lo hizo, tal vez para no comprometerse.

Aquello de “tener impresiones contra la libertad de su patria” no puede interpretarse en favor de lo republicano del decreto. La patria en 1810 no era la República Argentina, pues aún no se había declarado la independencia; la patria era Fernando VII, el rey cautivo, contra cuya libertad “tenía impresiones” el capitán Duarte en el brindis famoso.

Bibliografía
ALEM LAZCANO, Luis C.: “Imperialismo y Comercio Libre”.
IBARGUREN, Federico: “Las Etapas de Mayo y el Verdadero Moreno”.
GALASSO, Norberto: “Mariano Moreno y la Revolución Nacional”.
MARFANY, Roberto: “El Pronunciamiento de Mayo”.
WAST, Hugo: “El Año X”.
LEVENE, Ricardo: “Vida de Mariano Moreno”.
PUIGROSS, Rodolfo: “La Época de Mariano Moreno”.
MORENO, Manuel: “Vida de Mariano Moreno”.

La Verdad se pone brava.


Segundo Domingo de Adviento.


Cuando la Verdad está acorralada en el desierto, entonces se pone brava...




por el Padre Leonardo Castellani


- ¿Qué habéis ido a buscar al desierto? No a los charlatanes o a los figurones de la ciudad; sino a un Profeta; y por cierto el mayor de los Profetas. O sea, la Verdad no estaba en la ciudad, sino en el desierto de Bet-Shedá; en un hombre malvestido y que hablaba poco y decía pocas cosas y cosas duras y amenazadores. No decía como los Saduceos, sabios, filósofos y hombres cultos: “esta nación anda muy bien y estamos por fin en plena democracia”, sino: “Un gran castigo se cierne sobre esta nación: el hacha está ya puesta en la raíz…”. Y como predicar males no tiene ningún provecho si no se sabe el remedio, añadía: “Este hombre que pasa allí, ése es la Salvación; pero es también el que tiene en la mano el hacha”. “Ha llegado ya el Labrador, en la mano tiene el bieldo, para aventar la paja y recoger el trigo”.


La Verdad estaba entonces en el desierto: Juan dijo de sí mismo: “Yo soy la voz que clama en el desierto”. De suyo a la Verdad no le gusta estar en el desierto, pero la obligan a veces, la corren de la ciudad. ¿Quién la corre? La mentira entronizada. A la Verdad le gusta estar en las plazas y comunicarse con todos: “a mí me gusta andar entre los hijos de los hombres”, dice la Sabiduría en el libro de los Proverbios (8, 31), y eso hizo o trató de hacer Cristo –después; entonces la Verdad estaba acorralada. Cuando la Verdad está acorralada en el desierto, entonces se pone brava. No es su lugar, está desplazada; y los que desplazan a la Verdad son criminales.


Un peronista me dijo el otro día que yo estoy descontento del régimen liberal, y cuando vino un régimen antiliberal, el de Perón, también estuve descontento; parecería que soy descontento por temperamento. Me consuela que Juan Bautista estaba descontento de Herodes, de Pilatos, de Anás y Caifás, de los fariseos y los saduceos; y Jesucristo después, lo mismo. Los dos tenían que refugiarse en el desierto, y si salían del desierto sabían que los iban a matar. Son situaciones en el mundo en que la Verdad está combatida y arrollada y la quieren matar; pero cuando matan al que la dice, la Verdad explota como una tonelada de dinamita y la nación que arrojó de si la Verdad se mató a sí misma.


(…)